jueves, 22 de noviembre de 2012

El segundo premio


Desde el principio me había auto impuesto una norma. No repetir nunca con la misma persona. Pero ayer por la mañana, después de haber vuelto a enredar otra vez mis dedos en sus rizos, y cuando apenas nos estábamos despidiendo del desorden de sábanas que nos daban los buenos días, supe que había de traicionar mi promesa.

Durante los casi tres años en los que me había dedicado a robar citas, había aprendido que el primer y más importante de los requisitos era ser paciente. Por supuesto, había que dejar de lado los escrúpulos, la vergüenza y cualquier tipo de prejuicios o preferencias sobre si te gustaría que fuera más alta, más baja, más rubia, más morena, más gorda o más delgada. Y había que estar listo para cualquier reacción, para cualquier respuesta que pudiera hacerte sentir como un loco o como un pervertido.

            Claro que siempre había signos inequívocos que me facilitaban la labor. Cuando las miradas al reloj comenzaban a repetirse, sabía que el éxito podía empezar a estar un poco más cerca. Desde entonces, de una media hora a unos tres cuartos era más que suficiente. Si esperaba más corría el riesgo de que ella desistiera de la espera y, una vez iniciada la retirada, ya no había nada que hacer. Tampoco era aconsejable esperar menos, porque entonces sus esperanzas se mantenían aún vivas y no habría lugar para mi intromisión. Había que medir muy bien los tiempos.

 “¿Esperas a alguien?”. Y después la empatía. Muy deprisa, antes de que su extrañamiento le diera tiempo a reaccionar, tenía que subir ese pequeño peldaño de confianza haciendo ver que mi supuesta cita tenía, también, aspecto de correr la misma suerte. A partir de ahí la reacción era imprevisible, pero a menudo la decepción de un plantón se había transformado ya en la excitación de una nueva cita a manos de un agradable extraño. Algunas, por supuesto, llegaron más lejos que otras.         

Pero con ella. Con ella, sin embargo, pensé que no tendría ninguna posibilidad. Llevaba un buen rato fijándome en su vestido negro, en cómo la tela iba y venía contra su cuerpo siguiendo los antojos de un viento caprichoso. Observaba sus labios carnudos, sus rizos enseñando ahora sus hombros y ocultándolos después, y por primera vez dejé de ser el dueño de mi propio juego. Deseaba que apareciera algún indicio de que podía acercarme, deseaba ver cómo la desilusión borraba aquella sonrisa para así yo poder hacerla aparecer de nuevo. Pero la había visto hablar por teléfono varias veces y eso, en mi idioma particular, significaba que la espera era tan sólo más larga de lo normal. Sentí envidia, rabia, sentí el deseo novedoso de ser yo el que estaba por llegar, y no el bufón del oportunismo que acechaba la carroña.

Cuando al fin decidí acercarme, más llevado por la inercia de la costumbre que por el convencimiento, obtuve una respuesta que no habría esperado nunca: "Te esperaba a ti". Y de inmediato, cogidos de la mano, nos fuimos a una noche en la que la conversación se desveló más fluida que de costumbre, las risas, las miradas y los guiños borraron poco a poco nuestra condición de extraños, y el sabor de la cena, del vino y de todo lo que la velada quiso darnos no tuvieron el regusto de la travesura accidental. Sus labios volvieron a abrirse una última vez mientras terminaba de abrocharme la camisa. “Mañana a la misma hora en el mismo sitio”.

La temperatura ha bajado mucho hoy, y esta chaqueta con la que salí de casa apenas tiene un mínimo de cuello que intento subir lo más posible para poner mi cara un poco a resguardo del viento. Hace más de media hora que apenas veo a nadie acercarse, pero no me atrevo a sentarme por no perder mi posición de vigilancia. Sé que cualquier momento de guardia baja podría ser fatal. Esta tarde noté el pulso avivarse cuando vi aparecer un vestido negro por detrás de una esquina, pero unos pasos después revelaron que su dueña era rubia. ¿Rubia? De tantas caras que veo pasar he olvidado cómo es la que busco. Y sin embargo, sé que no puedo moverme de aquí, que vendrá en cualquier momento. Que aparecerá, con la misma sonrisa de ayer, del otro día, de aquel día, vendrá hasta mí y me dirá: "¿Esperas a alguien?".

3 comentarios:

Kike dijo...

Menos mal, pensaba que me lo había perdido

Kar dijo...

¡Ese inicio es bueno! ¡Mola mucho!

Anónimo dijo...

Quiero mas!!!