lunes, 15 de julio de 2019

25 preguntas


—Bien, vamos a repasar una última vez. Antes de hacer una llamada telefónica, ¿ensayas lo que vas a decir?
—Ya te he dicho que no.
—¿Por qué?
—Porque me sentiría ridículo haciéndolo.
—Vale, sigamos… Para ti, ¿cómo sería un día perfecto?
—¿Un día perfecto? Un día sin preguntas de este tipo.
—Eso no es lo que me has dicho antes.
—Ya lo sé. Pero es que ya no me acuerdo de lo que te he dicho antes. ¡Ah, sí! Un desayuno en la cama, un paseo por el parque, una cena con los amigos y una buena película. Era así, ¿no?
—Sí, exactamente así. ¿Cuándo fue la última vez que cantaste a solas?
—Esta mañana. En la ducha.
—¿Qué cantabas?
—Algún bolero, supongo. Siempre me suben el ánimo.
—¿Y la última vez que cantaste para otra persona?
—Nunca. Me moriría de vergüenza.
—Muy bien. Eso me ayuda mucho.
—Me alegro.
—¿Cómo?
—Nada. Pensaba en voz alta, nada más.
—Tienes que limitarte a responder lo que yo te pregunte, ¿de acuerdo?
—¿Eso es otra pregunta?
—Menos pitorreo. Si pudieras vivir hasta los 90 años y tener el cuerpo o la mente de alguien de 30 durante los últimos 60 años de tu vida, ¿cuál de las dos opciones elegirías?
—No entiendo la pregunta. ¿Cuáles son las dos opciones?
—¿Cómo que no entiendes la pregunta? Antes me has dicho que el cuerpo, porque no podrías soportar el hecho de verte deteriorarte físicamente.
—Ah, sí, sí. Es cierto. Pero la pregunta es un poco absurda, ¿no? Quiero decir, depende de qué persona de 30, puede tener mejor o peor cuerpo, o tener una mente más o menos lúcida.
—Mira, yo no soy quien ha redactado las preguntas, si te vale de algo. A ver… el cuerpo, de acuerdo. ¿Tienes una corazonada secreta de cómo vas a morir?
—No
—Vamos a ver… antes me has dicho que siempre has pensado que morirías en un accidente de tráfico.
—Te mentí.
—Pero, ¡no puedes mentir! Si no, ¡me vas a estropear todo el trabajo hecho hasta ahora!
—Vale, vale. Perdona. No sabía que fuera tan importante.
—Pues lo es. Es fundamental. Otra… si pudieras cambiar algo en cómo te educaron, ¿qué sería?
—Ya lo sabes. Me gustaría haber ido a la universidad.
—Cierto.
—Lo que no te dije antes es por qué.
—Pues dímelo. Cuanto más sepa, mejor.
—Para no ser un simple dependiente.
—Vaya. Podría ser peor.
—Podría ser peor, sí. La excusa de los perdedores.
—¿Si mañana te pudieras levantar disfrutando de una cualidad o habilidad nueva, ¿cuál sería?
—¿Queda mucho?
—Vamos por la séptima. Así que, dieciocho. ¿Por qué? ¿Tienes prisa?
—¿Prisa? No, no. Qué va. No tengo dónde ir. Es sólo que no acabo de entender todo esto.
—Ya te lo he explicado. Necesito conocer a mis personajes a la perfección para saber si están preparados. Necesito sabe cómo van a actuar y qué van a decir. Y este es el mejor método.
—Pero… ¡es absurdo! Soy un dependiente de una frutería, sólo aparezco en la página 86, y lo único que digo es “¿Qué desea, señora?”.
—Aun así, es importante.
—No lo entiendo ¿Y tú?
—¿Y yo? ¿Cómo que “y yo”? ¿Quieres decir que si yo lo entiendo?
—No. Quiero decir, ¿cómo sé si tú estás preparada?
—¿Preparada? ¿Para qué?
—Para escribir la novela. Igual no estás lo suficientemente preparada, y nos dejas a todos en una situación complicada.
—No digas bobadas. Claro que lo estoy.
—Pero yo necesito saberlo. Entiéndeme, para mí también es importante.
—Pongamos que te entiendo. ¿Cómo podrías saberlo?
—Muy fácil. Por ejemplo, antes de hacer una llamada telefónica, ¿ensayas lo que vas a decir?