jueves, 21 de noviembre de 2019

Relojes (microrrelato)

Necesitaba curarse. Y llenó su casa con todo tipo de relojes. Relojes de pared, de cuco, de pulsera, digitales, de bolsillo, de arena. Y hasta uno de sol, al lado de la ventana. Le habían asegurado que el tiempo lo curaba todo. 


 

jueves, 14 de noviembre de 2019

Sí, quiero


La entrada trasera a la sacristía siempre me recibe llena de pintadas de rotulador y olor a orina de perro. La misma bienvenida durante los dos años que llevo destinado en este pueblo apartado del mundo.
Es una pequeña iglesita del siglo XXVIII en la parte alta del pueblo. Un pequeño pórtico de entrada con columnas a los lados. Un campanario de unos diez metros de alto coronado por un nido de cigüeñas. Unos frescos en el ábside necesitados de una buena restauración. Discreta. Sin ningún encanto especial que destacar.
Una vez dentro, me dejo vestir una vez más por el único chico del pueblo que aceptó ser monaguillo. Tan sólo dice “Hola, padre” en voz baja cada vez que me ve llegar, y permanece en silencio el resto de la eucaristía sin apartar de mí esos ojos redondos y enormes. A veces dudo de si sabe decir algo más. Resulta un curioso contraste en un sitio donde nadie parece callar. Las voces de los vecinos se pueden oír a todas horas. Sobre todo si es para hablar mal de otros. El muchacho coloca la estola a ambos lados del cuello, sin dejar de mirarme fijamente. Y mientras termina de cubrirme con la casulla blanca intento olvidar su presencia por un momento y me pregunto si la lectura elegida para hoy no será otra vez demasiado larga. Hoy es un día especial.  
Echo una última mirada al interior de la iglesia antes de salir de la sacristía, y ahí están todos, como soldaditos de acero formando dos batallones, cada uno a un lado del pasillo. Se saludan, charlan, comentan lo guapos que están unos y otras. Hasta que me ven entrar en el presbiterio y el silencio se impone de inmediato. Los pocos que quedaban sentados se ponen de pie. Me dirijo al altar y el canto de entrada comienza a escucharse desde el coro situado al fondo de la iglesia. Cinco señoras algo entradas en años y mucho en carnes que no han escuchado la palabra entonar en toda su vida.
 Todo el mundo está en su sitio. Todos, menos una. Primero es Paco, nervioso, impoluto, solitario en su puesto frente al altar, el que gira la cabeza en dirección a la puerta. Después, toda la comitiva le imita. Carmen, del brazo del padrino, se abre paso en su blancura atrayendo todas las miradas. Con un tocado de diadema de brillantes y una cola extremadamente larga, arrastra sus pasos hacia el altar con una lentitud exasperante. Su rostro serio, hierático, contrasta con las sonrisas que le dedican a ambos lados del pasillo. Algún “¡guapa!” y “¡preciosa!” se escapan entre el gentío, pero ella sigue parsimoniosa hacia el altar, sin desviar la mirada. En unos instantes que parecen no acabar, aprovecho para carraspear y repasar mentalmente la invitación inicial. Al fin, la novia ocupa su lugar al lado de un novio que, radiante, no deja de mirarla. Ella, sin embargo, apenas le mira una vez de reojo, y sigue con su vista fija al frente. Hacia mí. Parecería que quisiera atravesarme con la mirada. Entonces me doy cuenta de que no me está mirando a mí, sino detrás de mí. Justo donde está el monaguillo de los ojos de lechuza.
—Queridos novios y hermanos todos. El sacramento del Matrimonio que vamos a celebrar ante esta comunidad es un acontecimiento gozoso. ¡Oremos todos por la fecundidad esponsal, paternal y de servicio a la comunidad de este nuevo matrimonio!
—¡Oremos! —contesta al unísono el público.
Comienzan las lecturas. Lectura del libro del Génesis. Alguno de los presentes comienza a perder su compostura y ya veo móviles saliendo de los bolsos y chaquetas. Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso. Las conversaciones se vuelven menos disimuladas, y algún niño empieza a corretear entre los bancos. Y lo que debería provocarme indignación comienza a convertirse en preocupación ante el gesto de la novia, que sigue en estado de hipnosis justo antes del momento culminante de la ceremonia.     
—Paco, ¿Quieres recibir por esposa a Carmen y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándola y respetándola durante toda tu vida?
—Sí, quiero —contesta el novio con excesivo ímpetu.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Silencio. La novia sigue impertérrita, sin quitar la mirada del monaguillo. Pensando que quizá no me ha oído, repito la pregunta.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Y por fin, después de tres cuartos de hora de ceremonia, la novia abre la boca por primera vez.
—Pues… no lo sé.
No lo sabe. Es la pregunta más importante en la vida de una persona, y no sabe la respuesta. Entonces, una voz se alza entre el público.
—¡Vamos, Carmen! ¡No te vayas a rajar ahora! —a lo que siguen unas cuantas carcajadas.
—Es que… —prosigue la novia— es que creo que no lo he pensado lo suficiente.
El novio comienza a temblar. La mira de arriba abajo. Incrédulo, no sabe cómo reaccionar. En un intento de calmar la situación, me dirijo a ella en voz más baja.
—A ver, Carmen. Ya lo hemos practicado antes. Entiendo que estés alterada por la situación, pero son sólo dos palabras.
 —Si ya lo sé —contesta y se le escapa una risita nerviosa—. Pero de verdad, que es que no lo voy a decir bien.
¿Qué es lo que no va a decir bien? Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero.
En ese momento comienza a armarse un revuelo en las primeras filas. Entre la familia del novio se escucha algún improperio, mientras los familiares de la novia se miran extrañados sin entender nada. De pronto, Carmen vuelve a hablar.
—Además… es que no me puedo concentrar. Él. Me está poniendo nerviosa —y levanta su mano señalando al monaguillo.
            El alboroto se hace dueño de toda la iglesia. La gente abandona sus asientos y se agolpa en el pasillo, intentando acercarse al altar. Una señora grita en mitad del bullicio.
—¡Ya sabía yo que un monaguillo de madre soltera no nos podía traer nada bueno!
Me giro y veo al chico, que sigue inmóvil, con sus enormes ojos abiertos. Y en ese momento se me ocurre algo.
—¡Calma! ¡Calma todo el mundo! —intento que mi voz se escuche por encima del griterío general— Entiendo que esta no es una situación normal, pero vamos a buscar una solución e intentar acabar con la ceremonia de manera educada y pacífica.
            Entonces me doy la vuelta y me dirijo al monaguillo, implorándole que se retire a la sacristía. El chico obedece sin rechistar, se levanta, y comienza a retirarse. La gente aplaude. Se oyen vítores. El pasillo se vuelve a despejar y todo el mundo retoma sus posiciones. Miro al novio, que vuelve a sonreír. Miro a la novia, que ha bajado el brazo pero sigue con su mirada fija en el chiquillo. Y justo cuando está a punto de desaparecer por la puerta, se gira y grita con una potencia de voz que nunca hubiese imaginado en él:
—¡No! ¡No quiere!




miércoles, 13 de noviembre de 2019

Portada perfecta (microrrelato)


Vio en ella la portada perfecta. Pero cuando la abrió y comenzó a leerla, observó que no todas sus páginas le gustaban por igual. Decidió entonces arrancar todas aquellas que le sobraban, que no compartía, hasta quedarse solo con las que consideró esenciales. Y cuando quiso leerla de nuevo, se dio cuenta de que había dejado de tener sentido.


lunes, 4 de noviembre de 2019

Lazos (microrrelato)


Decepcionado con la vida, decidió cortar lazos. Con su trabajo, porque no le llenaba. Con su familia, porque no la había elegido él. Con sus amigos, porque le habían fallado. Y con su pareja, porque no le entendía. Sin embargo, el último lazo no lo cortó él, sino el forense.