No sabría decir
exactamente cuando fui consciente de tu abandono. Yo no quise verlo, me negaba
a aceptar esa huída traicionera, casi cruel. Aunque, en realidad, estuviste un
buen tiempo dando muestras de tu futura ausencia, de manera progresiva e
imparable. Lo que sí recuerdo perfectamente es lo duro y amargo que fue
reconocer que no habría marcha atrás. Que no podría retenerte conmigo. Que
podía observar, paulatinamente, casi día a día, como cada vez eras menos parte
de mí.
A lo que me refiero es a que no esperaba que te marcharas tan pronto. A
todos nos pasa, tarde o temprano, dicen. Para mí, fue en parte sorpresa y en
parte decepción, claro. A nadie le gustan estas cosas. Y aunque supongo que
debías tener una buena razón para hacerlo, yo me sentí un poco traicionado. Porque
no parecía que tu fuga estuviera prevista con tal precocidad. O, al menos, eso
me decían. En el instituto, aunque nuestra relación era un poco todavía ingenua,
las aulas se inundaban con envidia cada vez que nos veían llegar juntos. Después,
en la universidad, a pesar de los excesos, de las locuras y las noches sin
dormir, permaneciste siempre conmigo. Nadie hubiera pronosticado entonces que algún
día estaríamos separados.
¡Pero si hasta el peluquero de enfrente del parque, que apenas nos
conocía de vernos cada dos meses me aseguraba que no debía preocuparme por ti,
que no te perdería nunca!
También, aunque no hay que hacer
mucho caso a los genes, la cuestión familiar parecía jugar a mi favor. Ni mi
padre, ni mucho menos aun mis abuelos, que en paz descansen ya los dos y que
por suerte no tuvieron que verme en este desamparo, se vieron privados tan
prematuramente de la compañía de un ser tan querido. Pero supongo que estos son
otros tiempos, más alterados y locos y llenos de estrés y preocupaciones y
vaivenes y quizá eso ayudó también a que te marcharas.
El caso es que ya no estás. Y sí, claro, te echo de menos. Pero mira,
quizá no tanto como imaginas. Porque, ya
ves, te voy a ser sincero, nunca acabé de estar cómodo a tu lado. Te sonará
raro, pero la mayoría de las veces no sabía muy bien qué hacer contigo. Si tú estabas
de una manera, yo te prefería de otra. Si te ponías así, yo te quería asá. Un
fastidio, vamos.
Y además, ¿sabes qué? Que después de todo, no estoy tan mal sin ti. Para
nada. Ya no sólo es la comodidad, que también. El hecho de no tener que
ocuparme de ti cada cierto tiempo. Pero es que además, cada día más gente me
dice que estoy bien así. Que hasta estoy guapo y favorecido. Y yo lo noto,
también. Que aún me miran alguna vez por la calle, que todavía tengo tirón,
vaya. Es más, te confieso que cuando a veces, en alguno de esos días grises y
lluviosos en los que te puede la melancolía, me da por mirar alguna foto
antigua para recordar viejos tiempos juntos... qué quieres que te diga, hasta
se nos ve un poco ridículos. Así que, si me apuras, me atrevería a decir que
estoy mejor así, sin ti.
Pero oye, no te lo tomes a mal. A veces sí que desearía tenerte de nuevo
conmigo. El otro día, sin ir más lejos, estaba en la cocina, agachado, cerrando
la bolsa de la basura. Cuando volví a incorporarme, vete a saber en qué estaría
pensando, tonto de mí, me di con todo el borde de la encimera en la cabeza.
Hasta se me saltaban las lágrimas. Ahí sí, fíjate, tengo que admitir que te eché
de menos.
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