martes, 25 de marzo de 2014

La última vez que pisé una playa



La última vez que pisé una playa Miguel no ocupaba más de unos centímetros en el vientre de Adela.

Acabamos yendo tan sólo después de que ella me lo hubiera pedido insistentemente durante varios meses, con aquello de que no habíamos tenido luna de miel porque la sucursal del banco no quería prescindir de su nuevo director durante dos semanas. Y mientras entonces Adela se tostaba al sol mañana y tarde, yo intentaba mantenerme alejado del calor bajo el aire acondicionado del bar del hotel.

Hoy, aquí, no hay bar en el que refugiarse. El hospital está un poco apartado del pueblo, y el olor a enfermedad te inunda aun en la sala de espera. Los médicos pronuncian su nombre sin mirarnos a la cara. Sin dejar de lloriquear, nerviosa, Adela me aprieta la mano. Pueden pasar a verlo diez minutos. Entra tú, voy a darme un paseo.

            Las palomas se mezclan con algunas gaviotas en una coreografía del hambre. Suben, bajan, revolotean, buscan con sus picos alguna miga entre los granos de arena. Me ignoran, quizá porque para ellas soy sólo parte del amarillo que me rodea. La piedra desgastada del paseo solitario. La arena. El sol abrasador de las cuatro de la tarde. Mi camisa con varios botones desabrochados. Era una curva muy pronunciada y sin señalizar, han dicho. Ya antes había habido algún susto con otros motoristas. Pero nunca así.

            Por primera vez desde que estoy sentado en este muro que da al mar se levanta un poco de brisa. Cuando intento poner en su lugar este manojo de canas al que llamo pelo, mi mano se lleva unas gotas de sudor de la frente. Con el sudor de tu frente, Miguel. Así se lo solía decir. Y no holgazaneando y rodeándose de esas compañías que entraban y salían de casa a cualquier hora. Una ingeniería. O medicina, por Dios. Tenía todas las oportunidades para hacer lo que quisiera. Las que muchos no podían tener. Pero nunca parecía escucharme. Cansado de estar sentado sobre la dura piedra me incorporo sin dejar de mirar al horizonte. A lo lejos, casi como una mancha, aparece la figura de un barco. Y de repente quiero estar allí, en medio del agua. Ajeno a este pueblo, a esta playa, a este calor.

            Un poco por no quedarme así, inerte, a la deriva, y un poco por no volver ya al hospital, comienzo a caminar en la arena. Los zapatos se hunden con facilidad, pero la huella que dejan desaparece al instante. No os soporto más. Pues vete. Vete y no vuelvas más por aquí. No serás bien recibido. El murmullo del agua me trae las últimas palabras que nos dijimos. Ahora no saben si volverá a hablar. A escuchar. Puede que aguante así años, sin dar el más mínimo signo de vida. Sin darme cuenta llego hasta donde la arena está mojada. Me doblo y me quito los zapatos, primero. Los calcetines. Los sujeto con una mano mientras con la otra me remango un poco los pantalones. Los últimos suspiros de las olas comienzan a mojar mis pies. Para estar en agosto, tengo la impresión de que el agua está demasiado fría.