martes, 16 de junio de 2015

Míranos ahora



Finalista en la 66 Edición del Concurso Literario Internacional 'La Felguera'. 
Desde el momento en el que Andrés puso el clavo en mis manos, haciéndome responsable de guardarlo, adopté el peso de aquel metal como una confianza que no debía traicionar.

Aquel trozo de hierro había aparecido una mañana en la clase de gimnasia. En una esquina, alejados del resto de la clase, Andrés había abierto la cremallera del chándal heredado de su hermano, dos tallas más grande que la suya, lo justo para que Juan y yo pudiéramos verlo, mientras en voz baja nos contaba cómo se lo había robado a un chico de su pueblo.

—Si mis padres lo descubren, me matan —Sin esperar respuesta, Andrés me había dado el clavo mientras subíamos las escaleras del gimnasio de regreso al aula.

Su forma, redondeada y suave por un lado y puntiaguda por el otro, lo hizo perfecto para convertirse enseguida en nuestro entretenimiento favorito. A la salida de clase, por las tardes. En aquella calle.



Un rectángulo dibujado en el terreno de barro, dividido en diez cuadrados. Tirabas el clavo al primer cuadrado y, si lograbas hundirlo en el suelo, saltabas a la pata coja para recogerlo y seguir hacia el siguiente.

—¡Vamos, tira! ¡Tira! —La voz de Juan empezaba a mostrar un grosor varonil que a Andrés y a mí nos quedaba aún un poco lejano. Cuanto más me urgía a tirar, más nervioso me ponía. Y más posibilidades había de que el clavo no saliera con fuerza de mis manos y acabase rebotando en el suelo. Claro que yo no necesitaba muchas ayudas para realizar un mal tiro. Era con diferencia el peor de los tres, y para cuando Juan, habitual ganador, había acabado el recorrido, yo seguía aún en las primeras casillas.



La calle sin nombre. Estoy seguro de que aquella calle no tenía nombre alguno. Pero sabíamos que la haríamos nuestra durante un buen par de horas en cuanto alguno de los tres pronunciara la palabra máticos, minutos antes de sonar el timbre. Por los neumáticos. Ellos y los demás restos de automóviles, trastos viejos, escombros, verjas metálicas y carteles de colores desvaídos. Apartada del camino principal, silenciosa, oscura, sólo accedías a ella por un pequeño desvío sin señalizar, y se convertía en una especie de U en cuyo final ascendente volvías a salir a la vía transitada. A unos diez minutos andando del colegio. Del de chicos.

            Eran los días precedidos de lluvia nuestros preferidos, cuando la tierra del borde de la calle estaba todavía húmeda. La sensación placentera de hundir el clavo en el suelo. La facilidad con la que la tierra acogía nuestros empellones. Y luego los saltos a pata coja, bravucones, casi insolentes. Éramos invencibles con el clavo en las manos.

Pero aquella tarde de viernes el terreno estaba tan seco que había que tirar con demasiado esfuerzo para penetrar en el objetivo dibujado. Fue entonces, en uno de esos bríos desmedidos, con el sol escondido por detrás de los edificios hacía ya un rato, que el clavo rebotó en la tierra. Salió despedido, incontrolado, y toda la fuerza del metal se encontró con la pierna al aire de Andrés, en pantalón corto. Corrió la sangre, casi de inmediato, y antes de que nadie dijese nada imaginé furias paternales y un final prematuro para nuestro juego. Juan, sereno, con su inmutable flequillo azabache, propuso acompañarle a casa y explicar lo ocurrido entre todos. Pero Andrés sólo le respondió que si estaba loco, que ya se le ocurriría alguna excusa. Enzarzados en una discusión, la oscuridad se adueñó de la calle y nos hizo alejarnos de allí tan rápido que no tuve tiempo de ver dónde había quedado el clavo.



A la mañana siguiente mis piernas no dejan de balancearse, entrecruzadas, por debajo de la mesa del desayuno. Mentalmente estoy ensayando la coartada para no tener que acompañar a mi padre a los puestos de venta de pájaros, a los que vamos todos los sábados, y poder volver a nuestra calle. No quiero que llegue el lunes, a la salida del colegio, y tener que decirles a Juan y a Andrés que no tengo el clavo y que tenemos que ir a buscarlo. O peor aun, que no esté cuando lleguemos allí.

Es el cumpleaños de uno de clase y tenemos que ir a por un regalo… hemos quedado para comprar un regalo… se me había olvidado deciros que hay un cumpleaños y que... Que no llegue tarde para comer, creo que es lo único que dice mi madre. Mi padre tan sólo me mira por encima del periódico.

           

La calle sin nombre. Se hace extraño caminar hacia ella a esas horas, con el sol brillando en lo alto. Esa mañana, sin la compañía amiga a los lados, está más lejos que nunca. Y en cuanto aparece ante mí tengo la sensación de que aquella no es la calle. Nuestra calle.

¿Qué hacen allí esos coches, esos hombres entrando y saliendo a su antojo, llenando la calle de una vida que nunca antes había visto? De pronto me doy cuenta de que todas esas puertas cerradas en las últimas horas de la tarde son algo más que el escenario de los juegos de unos niños, y esa heroica determinación para mentir a mis padres es ahora piel de serpiente que muda y se queda a mitad del camino. Los rugidos de los motores que salen de los talleres resuenan dentro de mi cabeza, y los gritos de los mecánicos y mozos de almacén parecen dirigirse todos ellos directamente a mí. Si Juan y Andrés estuviesen aquí todo sería distinto. Con la cabeza baja, intento levantar la vista del suelo lo menos posible mientras mis pasos buscan el rellano de tierra en el que habíamos estado jugando.

Al fin, hacia la mitad de la calle, justo enfrente de las puertas oxidadas de un taller, aparece el dibujo geométrico que habíamos dibujado la tarde anterior. Sin embargo, ahora las puertas están abiertas y, el clavo... ¿a dónde habría ido a parar el clavo? De repente, en el suelo, a mi derecha, un brillo metálico asoma entre los hierbajos más cercanos al bordillo de la acera. Es entonces cuando una mano se posa en mi hombro.

—Oye, chaval, ¿no querrás sacarte un dinerillo fácil para el fin de semana?

Aquella mano apenas ejerce presión sobre mí, pero yo siento que me empuja hacia el suelo, que las piernas se me doblan y estoy a punto de perder el equilibrio. Me giro convencido de encontrar una reprimenda de, quizás, el dueño del terreno que he invadido, pero aquel enorme bigote amarillento insiste.

—¿Ves ese bar de ahí arriba? —La ceniza se desprende del cigarrillo que cuelga de su boca mientras habla.— Sólo tienes que ir y comprarme un paquete de Rex. Las vueltas son para ti.

—Yo, es que estoy... —Giro la cabeza en dirección al final de la calle, hasta que veo el luminoso de refrescos que corona la entrada del bar. Quiero rechazar la oferta del desconocido, contarle del brillo en el suelo, de los saltos a la pata coja, de Juan y de Andrés. En vez de eso, sin dejar de mirar hacia el bar, titubeo.— N-n-n-o puedo.

—¡Piensa en tu novia! Un caballero como tú tiene que poder invitar a su dama, ¿eh? —El gigantesco bigote aprovecha cada una de las palabras del hombre para moverse con vida propia por encima de sus labios. Sus dedos ennegrecidos aprietan un poco el cigarrillo antes de tirarlo al suelo y sacan unas monedas del mono azul.— Toma. Si te pregunta la dueña, no le digas que es para mí. Di que es... que es para tu padre. Eso es. Que tu padre está ocupado y te ha mandado a ti a por el tabaco, ¿eh?

¿Novia? Lo más que me había acercado a una chica había sido la vez que le había rozado la pierna a mi vecina, en el ascensor, juntando la mía lo más posible sin que pareciera intencionado hasta que las puertas se abrieron en la planta baja.

Ahora, calle arriba, con las monedas tintineando en mi mano, mis pasos son más ligeros. Doy media vuelta mientras camino y el hombre del mono me saluda con la mano en alto, animándome a seguir. El clavo puede esperar un poco más.



La puerta del bar está llena de pegatinas de marcas de bebidas que en su mayoría desconozco. Me detengo intentando ver más allá, pero la suciedad del cristal y la oscuridad del interior me impiden ver nada. Aprieto la mano en la que llevo las monedas y con la otra empujo suavemente, pero no es hasta que me ayudo un poco con el pie que la puerta cede ante mí. El olor a detergente de haber acabado de lavar y un transistor escupiendo una guitarra española son los primeros en recibirme.

—¿Qué se le ofrece al hombrecito? —Una mujer voluminosa me sonríe desde detrás de la barra mientras coloca unos vasos.

—Un paquete de Rex para mi padre que está ocupado y no puede venir —repito de memoria mientras extiendo la mano para mostrar las monedas impregnadas en sudor.

—Así que tabaco para tu padre, ¿eh? —Sin soltar el paño con el que limpia el último de los vasos rodea la barra para quedar enfilada con la puerta.

—Para mi padre que está ocupado y no puede venir.

Cambio las monedas de mano para limpiarme el sudor en la pernera del pantalón y sospecho que esta vez la respuesta no ha sonado tan convincente. La dueña del bar sale por completo de detrás de la barra hasta ponerse a mi lado. El local, me doy cuenta ahora, está vacío, a excepción de nosotros dos. Puedo sentir su olor a través de esa bata, una mezcla a dulce, sudor y lejía, pero ella sigue con la vista fija en el exterior del bar.

— ¿Seguro que es para tu padre?

Ladea la cabeza a un lado y al otro y achina los ojos para agudizar la vista. Las pegatinas en la parte superior de la puerta hacen de muro, así que termina por agacharse hasta casi mi altura, un poco por encima, de manera que justo enfrente de mis ojos aparece un canal infinito, un cañón que marca la línea divisoria entre dos montañas rosadas.

—¿No será otra vez ese maldito borracho?

Una de las monedas se cae de mi mano. La mujer se vuelve hacia mí, atraída por el ruido metálico, y advierte que mi mirada está fija un palmo por debajo de su cuello. Sin moverme, respiro hondo y, sin saber por qué, digo:

—Mi padre está en el taller para que le arreglen el coche. Huele usted muy bien.

En una sucesión de actos involuntarios, casi simultáneos, la dueña del bar se incorpora, se ruboriza y con su mano derecha cierra la bata.

—Anda, ve, la máquina está en aquella esquina.

Un sonido hueco acoge cada una de las cuatro monedas en el interior de la máquina. Me recreo, tomándome mi tiempo, dejando que se deslicen por mis dedos y se cuelen por la ranura. Clonc. Pienso en Juan, y en que ya no podrá pavonearse más de ser el único que cuenta historias con protagonistas femeninas. Clonc. Pienso en Andrés, que seguro que intenta convencerme de que le compre algo en el kiosco de la plaza. Clonc. Y, sobre todo, pienso en que a partir de hoy ya nunca más va a importarme perder al clavo. Clonc. No van a creerme cuando les cuente esto el lunes.



—Por aquí no está —Andrés hurga entre unos arbustos cercanos a la pared, renqueando, con la rodilla vendada.

—No puede estar tan lejos, bobo. Mirad, aquí fue donde jugamos el viernes —Brazos en jarra, Juan habla justo al lado de los restos del dibujo que tres días después apenas se distingue ya en la tierra.

Ajeno a sus esfuerzos, me siento en el bordillo de la acera, en silencio, sin apartar la vista de las puertas oxidadas del taller. 

—A lo mejor alguien se lo ha llevado. Pero, ¿para qué iba a querer nadie un pedazo de hierro? —Andrés se mueve en círculos, dando patadas a las piedras, esperando que el clavo aparezca debajo de una de ellas.

—¿Y tú, no piensas buscar? —el tono de Juan exige que me levante, pero yo sigo sentado. Mirando las puertas, ahora cerradas, pero viendo una y otra vez cómo el mecánico desaparecía hacia el interior del taller con el paquete de tabaco en la mano y el clavo saliendo del bolsillo de su mono azul.

—Igual podemos encontrar algo parecido con lo que jugar —Juan está intentando clavar un trozo de rama en el suelo, pero no lo consigue.

—Este sitio es un rollo. Además, yo ya estoy cansado de esa tontería del clavo —Andrés vuelve de buscar cerca de la pared y se sube a caballito en Juan.

El mecánico desaparecía y yo volvía a casa corriendo y mi madre me preguntaba que qué había estado haciendo hasta esas horas y que dónde estaba el regalo para el cumpleaños, y yo soltaba una palabrota y ella me daba una bofetada y yo me metía en mi habitación y guardaba en el cajón de la mesilla las monedas de mi recompensa para no volver a sacarlas de allí.

—¿Por qué no vamos a la plaza? Los del instituto están jugando al fútbol. Si se lo pido yo, a lo mejor nos dejan jugar con ellos —Con Andrés a la espalda, Juan se acerca trotando hasta mí.

Pero a mi no me gusta el fútbol y detesto a los chicos del instituto y algo que por aquél entonces aún no sé qué nombre tiene se retuerce en mi estómago.

—Oye, ¿qué haces? —Juan llega hasta donde estoy sentado mientras a sus lomos Andrés agita una fusta imaginaria.— ¿Estás llorando? No se te ocurra llorar delante de los mayores, ¿me oyes? Si no, no nos van a dejar jugar con ellos.

Y desde allí, en el bordillo de la acera, inmóvil, veo a Juan y a Andrés alejarse galopando entre gritos de “jía” y “arre, caballo” hasta que giran la esquina y desaparecen de mi vista y sólo quedan sus sombras, durante un momento, saltando y brincando, convertidas en una mancha uniforme sobre las naves del fondo de la calle.