sábado, 7 de diciembre de 2019

La noche de las perseidas


—¿De verdad que no te importa estar aquí?— el chico pregunta mientras toca el césped bajo sus pies.

—¡De verdad que no! ¿Por qué? ¿Debería?— responde la chica, que llega hasta donde está él.

—No lo sé… como todo el pueblo se ha quedado abajo, en la pradera… igual preferías quedarte con ellos.

—¡Qué va! Además, este es mejor sitio. Cuanto más alejados estemos de las luces del pueblo, mejor las veremos— contesta ella.

El chico sonríe, se quita la mochila, y se dispone a sentarse en el suelo.

—Aquí parece que está más seco— dice él.

—Espera— responde ella —He traído algo.

La chica abre su mochila, saca un trapo para la playa con una enorme figura de un mandala, y lo extiende en el suelo.

—Así además evitaremos que se nos llene la ropa de hierbajos— añade ella, y se sienta sobre el trapo.

—Qué previsora— contesta el chico, que se sienta junto a ella y abre la mochila —Yo también he traído algo. Quizá con esto las veamos mejor.

—No me digas que has traído unos prismáticos.

—No. Algo mejor— el chico saca una bolsita de plástico de la mochila y se la pasa —Mira.

—¿Qué es?— pregunta ella mientras deshace el pequeño lazo que cierra la bolsa —¿Setas?— la chica saca un pequeño hongo de la bolsa y le da vueltas mientras lo observa —¡No! ¡Has traído setas alucinógenas!

—¿Te molesta?— responde él.

—No, no… es que…— se queda callada unos segundos, sin saber cómo continuar —¡Es que nunca las he probado! ¿Te lo puedes creer?

—¡Jajajá! ¿En serio? Ahora me vas a decir que te da miedo.

—¡No! —contesta ella enérgicamente —Si siempre he querido probarlas, pero nunca había tenido la oportunidad— se gira hacia él, con el hongo aún en la mano, y le sonríe —Vaya detallazo. No me lo esperaba. ¡Muchas gracias!

—¡De nada!— responde él, devolviéndole la sonrisa —Eso sí, te advierto… hay que comérselas sin masticar mucho. Saben a rayos.

—Pues sin masticar— dice ella y, sin pensarlo, se mete en la boca la seta que tenía en la mano —Pero oye, ¿tardan mucho en hacer efecto?

—No mucho, como media hora o así— contesta él mientras mete la mano en la bolsa, saca otro pequeño hongo y se lo lleva a la boca.

—¡Puag! ¡Está asquerosa!— exclama la chica.

—¡Jajajá! ¡Te lo advertí!

—Oye, ¿y si nos tumbamos?— pregunta ella —Seguro que así las vemos mejor.

—Genial— contesta él, y se echa hacia atrás aprovechando para juntarse un poco más a la chica —Sabes que hay que pedir un deseo, ¿no?

—¿Cómo?— pregunta ella.

—Cuando veas una estrella. Hay que pedir un deseo

—¡Ah! Claro.

—Y que no se puede decir— añade él —Si no, no se cumpliría.

—Oye, ¿tú qué te piensas? ¿Que por ser de pueblo somos tontos o qué?

—No, mujer —contesta el chico— Sólo quería dejar claras las reglas del juego.

—¡Jajajá! No me vengas con reglas. ¡Hey! ¡Mira! ¡Acabo de ver una!

—¿Dónde?— pregunta él —Yo no he visto nada.

—Por allí, a la derecha. ¡Tienes que estar más atento!

—No es verdad. Estaba mirando y yo no he visto nada. ¡Me estás engañando! O eso, o ya te están haciendo efecto las setas, jajajá.

—¿Será eso?— pregunta ella —Que no, que te digo que la he visto.

—¡Hey, sí! ¡Allí!¡Acabo de ver una yo también!— exclama el chico —¿La has visto?

—¡Sí! Es increíble, ¿verdad?

—Es casi mágico— responde él —¿Sabes qué son?

—Son estrellas, ¿no?

—En realidad no. Son pequeñas partes de un cometa que se han desprendido. Y al entrar en contacto con la atmósfera se queman, y por eso vemos el resplandor.

—Vaya, cuánto sabéis los de ciudad, jajajá.

—Pero he leído— continua el chico— que si son muy grandes no se destruyen del todo, y pueden caer a la tierra en forma de meteoritos.

—¿En serio? ¿Y pueden caer en cualquier sitio?

—Pues… no lo sé. Supongo que sí, ¿no? ¡Mira, otra!

—¡La vi! —contesta la chica— Pero, oye… qué miedo, ¿no? ¿Y si cayera alguna cerca?

—Bah. Seguro que si cae alguna es en mitad del mar. Por probabilidad, más que nada.

—Oye, una cosa— interrumpe ella —¿Por qué me has preguntado antes que si me importaba no estar con los del pueblo?

—Pues…— el chico se calla unos segundos —Verás, cuando llegué al pueblo al principio del verano pregunté por ti. Y me dijeron que estabas con Jorge.

—¿Con Jorge? ¡Qué tontería! ¿Quién te dijo eso?

—No sé, es lo que me dijeron— contesta él.

—Estuvimos juntos el año pasado. Pero es un imbécil. No quiero saber nada más de él.

—Me alegro— responde el chico, y se acerca un poco más a ella hasta que su pierna roza con la de la chica. 

—¿Has visto esa? ¡Era enorme!— exclama ella.

—¿Dónde habrá caído?

—Seguro que muy lejos. En China o en la India.

—Jajajá. ¿En China o en la India?— pregunta el chico —¿Por qúe? Pobre gente, ¿no?

—¡Uy, sí! Jajajá. Sí, ya tienen bastante. Entonces… no. Mejor… mejor en un laboratorio de armas nucleares o algo así.

—Jajajá. ¡Esa sí que es buena! Un meteorito humanitario.

—Sí, algo así, jajajá— contesta ella.

—¡Otra! ¿Y esa?— pregunta el chico.

—Esa… esa ha caído encima de un atracador que estaba robando a una ancianita en Nueva York.

—Jajajá. Pero eso no es un meteorito. ¡Eso es un misil teledirigido!        

—Bueno, podemos imaginar lo que queramos, ¿no?— responde la chica.

—Claro. Ya dijiste que no había reglas— contesta él —¡Mira esa! Esa ha ido directamente a la cabeza de un político corrupto, jajajá.

—¡Jajajá! ¡Son nuestras estrellas justicieras! Haciendo el bien por todo el universo— la chica se queda callada un momento —Oye, empiezo a tener un poco de frío. ¿Tú no?

—La verdad es que sí— contesta el chico mientras se frota los brazos con las manos —Llevo un rato con la piel de gallina. ¿Nos vamos?

—Mejor sí. Ya hemos impartido suficiente justicia por esta noche, jajajá— responde ella y comienza a levantarse.

Ambos se levantan y cogen sus mochilas. Entonces, cada uno se va a un extremo del trapo con el dibujo del mandala para empezar a recogerlo.

—¿Sabes qué?— pregunta ella —No quiero decepcionarte, pero… creo que no me han hecho efecto las setas.

—¡A mí tampoco!— contesta el chico —Qué mierda, me habían asegurado que eran muy buenas— comenta mientras se van acercando el uno al otro para doblar el trapo.

—No importa— le dice la chica justo cuando llega a su altura—Me lo he pasado muy bien— añade ella, que se acerca un poco más al chico y le suelta un fugaz beso en los labios —Me he reído mucho.

—Yo también lo he pasado muy bien— responde él, sonriendo —Oye… ¿y los deseos? ¿Te has acordado de pedir los deseos?

—¡Sí!— exclama la chica —Pero creo que he hecho trampa. ¡He pedido demasiados!

—¡Jajajá, qué tonta! Si no hay reglas, puedes pedir todos los que quieras.

—¿Y tú?— pregunta ella —¿Has pedido algún deseo?

—¿Yo?— responde él —Yo ya lo había pedido antes.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Relojes (microrrelato)

Necesitaba curarse. Y llenó su casa con todo tipo de relojes. Relojes de pared, de cuco, de pulsera, digitales, de bolsillo, de arena. Y hasta uno de sol, al lado de la ventana. Le habían asegurado que el tiempo lo curaba todo. 


 

jueves, 14 de noviembre de 2019

Sí, quiero


La entrada trasera a la sacristía siempre me recibe llena de pintadas de rotulador y olor a orina de perro. La misma bienvenida durante los dos años que llevo destinado en este pueblo apartado del mundo.
Es una pequeña iglesita del siglo XXVIII en la parte alta del pueblo. Un pequeño pórtico de entrada con columnas a los lados. Un campanario de unos diez metros de alto coronado por un nido de cigüeñas. Unos frescos en el ábside necesitados de una buena restauración. Discreta. Sin ningún encanto especial que destacar.
Una vez dentro, me dejo vestir una vez más por el único chico del pueblo que aceptó ser monaguillo. Tan sólo dice “Hola, padre” en voz baja cada vez que me ve llegar, y permanece en silencio el resto de la eucaristía sin apartar de mí esos ojos redondos y enormes. A veces dudo de si sabe decir algo más. Resulta un curioso contraste en un sitio donde nadie parece callar. Las voces de los vecinos se pueden oír a todas horas. Sobre todo si es para hablar mal de otros. El muchacho coloca la estola a ambos lados del cuello, sin dejar de mirarme fijamente. Y mientras termina de cubrirme con la casulla blanca intento olvidar su presencia por un momento y me pregunto si la lectura elegida para hoy no será otra vez demasiado larga. Hoy es un día especial.  
Echo una última mirada al interior de la iglesia antes de salir de la sacristía, y ahí están todos, como soldaditos de acero formando dos batallones, cada uno a un lado del pasillo. Se saludan, charlan, comentan lo guapos que están unos y otras. Hasta que me ven entrar en el presbiterio y el silencio se impone de inmediato. Los pocos que quedaban sentados se ponen de pie. Me dirijo al altar y el canto de entrada comienza a escucharse desde el coro situado al fondo de la iglesia. Cinco señoras algo entradas en años y mucho en carnes que no han escuchado la palabra entonar en toda su vida.
 Todo el mundo está en su sitio. Todos, menos una. Primero es Paco, nervioso, impoluto, solitario en su puesto frente al altar, el que gira la cabeza en dirección a la puerta. Después, toda la comitiva le imita. Carmen, del brazo del padrino, se abre paso en su blancura atrayendo todas las miradas. Con un tocado de diadema de brillantes y una cola extremadamente larga, arrastra sus pasos hacia el altar con una lentitud exasperante. Su rostro serio, hierático, contrasta con las sonrisas que le dedican a ambos lados del pasillo. Algún “¡guapa!” y “¡preciosa!” se escapan entre el gentío, pero ella sigue parsimoniosa hacia el altar, sin desviar la mirada. En unos instantes que parecen no acabar, aprovecho para carraspear y repasar mentalmente la invitación inicial. Al fin, la novia ocupa su lugar al lado de un novio que, radiante, no deja de mirarla. Ella, sin embargo, apenas le mira una vez de reojo, y sigue con su vista fija al frente. Hacia mí. Parecería que quisiera atravesarme con la mirada. Entonces me doy cuenta de que no me está mirando a mí, sino detrás de mí. Justo donde está el monaguillo de los ojos de lechuza.
—Queridos novios y hermanos todos. El sacramento del Matrimonio que vamos a celebrar ante esta comunidad es un acontecimiento gozoso. ¡Oremos todos por la fecundidad esponsal, paternal y de servicio a la comunidad de este nuevo matrimonio!
—¡Oremos! —contesta al unísono el público.
Comienzan las lecturas. Lectura del libro del Génesis. Alguno de los presentes comienza a perder su compostura y ya veo móviles saliendo de los bolsos y chaquetas. Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso. Las conversaciones se vuelven menos disimuladas, y algún niño empieza a corretear entre los bancos. Y lo que debería provocarme indignación comienza a convertirse en preocupación ante el gesto de la novia, que sigue en estado de hipnosis justo antes del momento culminante de la ceremonia.     
—Paco, ¿Quieres recibir por esposa a Carmen y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándola y respetándola durante toda tu vida?
—Sí, quiero —contesta el novio con excesivo ímpetu.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Silencio. La novia sigue impertérrita, sin quitar la mirada del monaguillo. Pensando que quizá no me ha oído, repito la pregunta.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Y por fin, después de tres cuartos de hora de ceremonia, la novia abre la boca por primera vez.
—Pues… no lo sé.
No lo sabe. Es la pregunta más importante en la vida de una persona, y no sabe la respuesta. Entonces, una voz se alza entre el público.
—¡Vamos, Carmen! ¡No te vayas a rajar ahora! —a lo que siguen unas cuantas carcajadas.
—Es que… —prosigue la novia— es que creo que no lo he pensado lo suficiente.
El novio comienza a temblar. La mira de arriba abajo. Incrédulo, no sabe cómo reaccionar. En un intento de calmar la situación, me dirijo a ella en voz más baja.
—A ver, Carmen. Ya lo hemos practicado antes. Entiendo que estés alterada por la situación, pero son sólo dos palabras.
 —Si ya lo sé —contesta y se le escapa una risita nerviosa—. Pero de verdad, que es que no lo voy a decir bien.
¿Qué es lo que no va a decir bien? Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero.
En ese momento comienza a armarse un revuelo en las primeras filas. Entre la familia del novio se escucha algún improperio, mientras los familiares de la novia se miran extrañados sin entender nada. De pronto, Carmen vuelve a hablar.
—Además… es que no me puedo concentrar. Él. Me está poniendo nerviosa —y levanta su mano señalando al monaguillo.
            El alboroto se hace dueño de toda la iglesia. La gente abandona sus asientos y se agolpa en el pasillo, intentando acercarse al altar. Una señora grita en mitad del bullicio.
—¡Ya sabía yo que un monaguillo de madre soltera no nos podía traer nada bueno!
Me giro y veo al chico, que sigue inmóvil, con sus enormes ojos abiertos. Y en ese momento se me ocurre algo.
—¡Calma! ¡Calma todo el mundo! —intento que mi voz se escuche por encima del griterío general— Entiendo que esta no es una situación normal, pero vamos a buscar una solución e intentar acabar con la ceremonia de manera educada y pacífica.
            Entonces me doy la vuelta y me dirijo al monaguillo, implorándole que se retire a la sacristía. El chico obedece sin rechistar, se levanta, y comienza a retirarse. La gente aplaude. Se oyen vítores. El pasillo se vuelve a despejar y todo el mundo retoma sus posiciones. Miro al novio, que vuelve a sonreír. Miro a la novia, que ha bajado el brazo pero sigue con su mirada fija en el chiquillo. Y justo cuando está a punto de desaparecer por la puerta, se gira y grita con una potencia de voz que nunca hubiese imaginado en él:
—¡No! ¡No quiere!