La última vez que pisé una playa Miguel no ocupaba más de unos
centímetros en el vientre de Adela.
Acabamos yendo tan sólo después de que ella me lo hubiera pedido insistentemente
durante varios meses, con aquello de que no habíamos tenido luna de miel porque
la sucursal del banco no quería prescindir de su nuevo director durante dos
semanas. Y mientras entonces Adela se tostaba al sol mañana y tarde, yo
intentaba mantenerme alejado del calor bajo el aire acondicionado del bar del
hotel.
Hoy, aquí, no hay bar en el que refugiarse. El hospital está un poco
apartado del pueblo, y el olor a enfermedad te inunda aun en la sala de espera.
Los médicos pronuncian su nombre sin mirarnos a la cara. Sin dejar de
lloriquear, nerviosa, Adela me aprieta la mano. Pueden pasar a verlo diez
minutos. Entra tú, voy a darme un paseo.
Las palomas se mezclan con algunas
gaviotas en una coreografía del hambre. Suben, bajan, revolotean, buscan con
sus picos alguna miga entre los granos de arena. Me ignoran, quizá porque para
ellas soy sólo parte del amarillo que me rodea. La piedra desgastada del paseo
solitario. La arena. El sol abrasador de las cuatro de la tarde. Mi camisa con
varios botones desabrochados. Era una curva muy pronunciada y sin señalizar, han
dicho. Ya antes había habido algún susto con otros motoristas. Pero nunca así.
Por primera vez desde que estoy
sentado en este muro que da al mar se levanta un poco de brisa. Cuando intento
poner en su lugar este manojo de canas al que llamo pelo, mi mano se lleva unas
gotas de sudor de la frente. Con el sudor de tu frente, Miguel. Así se lo solía
decir. Y no holgazaneando y rodeándose de esas compañías que entraban y salían
de casa a cualquier hora. Una ingeniería. O medicina, por Dios. Tenía todas las
oportunidades para hacer lo que quisiera. Las que muchos no podían tener. Pero
nunca parecía escucharme. Cansado de estar sentado sobre la dura piedra me
incorporo sin dejar de mirar al horizonte. A lo lejos, casi como una mancha,
aparece la figura de un barco. Y de repente quiero estar allí, en medio del
agua. Ajeno a este pueblo, a esta playa, a este calor.
Un poco por no quedarme así, inerte,
a la deriva, y un poco por no volver ya al hospital, comienzo a caminar en la
arena. Los zapatos se hunden con facilidad, pero la huella que dejan desaparece
al instante. No os soporto más. Pues vete. Vete y no vuelvas más por aquí. No
serás bien recibido. El murmullo del agua me trae las últimas palabras que nos
dijimos. Ahora no saben si volverá a hablar. A escuchar. Puede que aguante así
años, sin dar el más mínimo signo de vida. Sin darme cuenta llego hasta donde
la arena está mojada. Me doblo y me quito los zapatos, primero. Los calcetines.
Los sujeto con una mano mientras con la otra me remango un poco los pantalones.
Los últimos suspiros de las olas comienzan a mojar mis pies. Para estar en
agosto, tengo la impresión de que el agua está demasiado fría.
3 comentarios:
mola, Luis, tiene figuras muy conseguidas y el buen factor sorpresa de los cuentos. No sé por qué, estaba imaginándome Cullera, je.
Sé que hace tiempo ya te dije que te leería, y no lo hice (mea culpa). Prometo hacerlo con el resto de relatos.
¡Salud!
Descriptivo, logra evocar imágenes, recuerdos... un escenario bello,con cierta nostalgia.
Lo mejor, inacabado. Un buen relato que he necesitado releer.
se ven los colores
se siente la brisa
casi me come un ojo una gaviota...
ale, dale, escribe más, no seas más vago como yo
dale pa'lante!!
queremos más!
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