martes, 8 de julio de 2008

Tres camisas para el viaje


No hay un modo lógico de explicar cómo la vida de un hombre de avanzada edad se transforma de un día para otro. Pero desde aquí, sentado en los escalones del patio trasero, mientras miro las estrellas y pienso en Caroline y en sus preciosos chiquillos, puedo asegurar que todo cambió por completo para mí, David Cheaney, el que fuera por más de treinta años contable de Lockson & Co. en el cruce de Walbrook con Cannon, aquella noche fría de noviembre en la que tuve que coger un tren rumbo a Exeter para visitar una filial de la empresa, hace ya cinco lejanos años.

Era la primera vez que viajaba a Exeter. Recuerdo perfectamente las horas previas al viaje. Sólo iba a permanecer allí un día, pero quería estar seguro de que no me faltara de nada. Salí antes de la oficina para tener tiempo de sobra para preparar el equipaje y en cuanto abrí la puerta de mi pequeño apartamento en la calle Lavington ya tenía en mente todo lo que iba a meter dentro de la maleta. Fui directamente a la cocina y puse a calentar agua para el té. Consciente de que el pitido me avisaría cuando el agua estuviera en su punto, me dirigí a mi habitación, abrí la puerta del armario y comencé a sacar todo lo que llevaría conmigo. Tres camisas blancas planchadas el día anterior. Los dos trajes hechos a medida que guardaba siempre para las ocasiones especiales. Los gemelos que aun relucían a pesar de que mi madre me los regaló el día de mi graduación. También tres juegos de mudas. Y el sombrero galés de fieltro en lo alto de mi cabeza, como correspondía a un respetable hombre de mi posición. No había nada en el mundo capaz de convencerme de que bastaba con mucho menos para sobrevivir tan sólo una jornada fuera de casa.

Llegué a la estación una hora antes de la salida de mi tren. Tranquilamente, me senté en uno de los muchos bancos de madera que quedaban libres en una sala de espera en la que apenas éramos diez personas. La noche estaba bien entrada y mientras observaba el vaho que salía de mi boca empecé a hacer repaso mental de todo lo que llevaba. Sabía que tenía ropa de sobra para cubrir cualquier eventualidad que pudiera suceder y eso me hacía sentir más cómodo.

Después de hojear durante un rato la edición matinal del Times que alguien había dejado olvidada en el banco alcé la mirada en busca del reloj de la estación. Allí, solemne y redondo, coronando una de las columnas instaladas en la pared que daba paso al andén, se complacía en señalarme que aún quedaban quince minutos para la salida del tren. Doblé el periódico y volví a dejarlo en la misma posición en la que lo había encontrado, unos cincuenta centímetros a mi derecha en el banco. Y justo cuando empezaba el movimiento para levantarme surgió una voz de la nada, por encima de mi cabeza.
- Disculpe, ¿sabe usted a qué hora llega el tren de Sheffield? – una señora de mediana edad y elegantemente vestida se había acercado hasta el banco sin darme cuenta de su presencia.
- Lo lamento. No puedo ayudarla con eso. Me temo que no he mirado el tablón de horarios – le contestaba mientras acababa de ponerme de pie.
- Mi sobrina llega en ese tren. Es la primera vez que viene a Londres, ¿sabe? – clavaba sus ojos en mí mientras sujetaba un gran bolso con ambas manos.

Y así, mientras yo intentaba buscar las palabras para librarme de ella, me contaba como la mencionada sobrina venía a pasar unos días en su compañía, huyendo del pernicioso ambiente en el que se había convertido su hogar, con una madre depresiva y un padre alcohólico que no dejaban de discutir y pelearse. Sin saber muy bien qué responder asentía con la cabeza a todos sus comentarios y de vez en cuando acertaba a soltar algún forzado: 'sí', 'claro' o 'entiendo'. Hasta que un silbido metálico procedente del exterior me hizo dar un respingo. Mi tren estaba ya situado en la vía y aquél era el primer aviso para que los pasajeros rezagados se dirigieran al andén. Mi mano apretó con fuerza la maleta que no había soltado durante todo el tiempo e interrumpí a la señora en mitad de una de sus interminables frases.
- Lo siento, mi tren está a punto de salir. Debo ir a ocupar mi lugar.

La mayoría de los pasajeros habían comenzado ya a subir al tren, así que aceleré el paso en busca de mi vagón, donde una fila de gente esperaba para subir las escalerillas. ¿Por qué no había parado antes a la insistente señora del vestíbulo? Noté el calor aparecer en mis mejillas y una súbita celeridad en mi respiración. Saqué el billete del bolsillo interior de mi abrigo y me situé al final de la cola, contemplando las pequeñas columnas de vaho que se elevaban por encima de las cabezas. La atmósfera gélida le daba al verde metálico oxidado del tren un tono mucho más frío del que ya tenía.

La gente entraba despacio en el vagón, de uno en uno, con una lenta dificultad hecha de maletas enormes, bultos y enseres de todo tipo, y para cuando llegó mi turno la mano izquierda se me había empezado a entumecer del frío por todo el rato que llevaba con el billete fuera del abrigo. Extendí el brazo en dirección al revisor con un gesto cordial pero éste, sin inmutarse, cogió el pequeño billete verde desvaído, lo rasgó por la mitad y lo volvió a poner en la mano de la que procedía.

El tren era antiguo, pequeño, y el pasillo tan estrecho que no permitía el paso de dos personas a la vez. La única iluminación con la que contaba eran unas pequeñas bombillas incrustadas en el techo, aunque la mitad de ellas estaban apagadas, seguramente fundidas, haciendo que fuera más difícil aún acostumbrar el ojo a la oscuridad del interior. Las maderas del suelo se quejaban de dolor bajo mis pies, y en un acto reflejo tiré de la maleta hacia arriba para llevarla en vilo y evitar así un mayor sufrimiento del maltrecho pasillo. Debo aclarar que no era un gran amante de los viajes. No solía salir a menudo de la ciudad y de hacerlo siempre prefería un coche particular, a ser posible en compañía de confianza. De repente un tirón en el brazo me frenó en seco. Al levantar la maleta, ésta había atrapado su asa con el tirador de una puerta dejándome con una pierna en el aire, en un inesperado baile por mantener el equilibrio, mientras varios pasajeros esperaban detrás de mí. Totalmente avergonzado me recompuse y sin despegar los ojos del suelo retrocedí para liberar la maleta de su inesperado secuestro, imaginando que mi torpeza habría atraído todas las miradas. Entonces me di cuenta. La puerta con la que mi maleta había formado pareja era la puerta de los aseos de caballeros. Toda mi vergüenza se convirtió en rabia. Con su inoportuna aparición y su impertinente discurso, aquella mujer había logrado que me olvidara de entrar en los aseos de la estación antes de subir al vagón. Si viajar en tren era ya de por sí una faena ingrata, la idea de tener que usar unos servicios con toda seguridad mugrientos e incómodos estaba a la altura de la más cruel de las torturas.

El compartimento resultó estar al final del pasillo, justo el último de todo el vagón. Con la mano que tenía libre accioné el pomo de la puerta pero, a pesar de que éste giraba, continuaba cerrada. Lo intenté una segunda vez, con más fuerza, pero con el mismo resultado. ¿Cómo era posible? Apenas había subido al tren y los contratiempos empezaban a amontonarse como las facturas en la mesa a primera hora de la mañana. Dejé la maleta en el suelo para servirme de ambas manos y volví a probar. Mientras mantenía el pomo girado apoyaba mi cuerpo contra la puerta con todas mis fuerzas, pero no quería abrirse. Y cuando ya pensaba que tendría que solicitar la ayuda del revisor, se abrió por sí sola.

Eso es lo que creí en un primer instante, porque al bajar la mirada unos centímetros descubrí los ojos fulgurantes de un muchacho mirándome fijamente.
- Está rota, no se abre bien. Hay que dar un poco así con el pie en la parte de abajo – el brillo de sus ojos y una pícara sonrisa delataban que el chico disfrutaba de aquel pequeño trastorno. El desaliño en su pelo y los churretes de sus mejillas mostraban, sin embargo, que la vergüenza no era lo único de lo que el muchacho parecía carecer.
- Muy bien, campeón. Ahora, ¿me dejas pasar? – El chico seguía plantado en mitad del paso, brazos en jarra, como si el conocimiento de este truco le hiciera dueño y señor de la puerta.
La sonrisa desapareció de su cara. A regañadientes se dio media vuelta, decepcionado, y entró en el compartimento. La estancia olía a una mezcla entre ajo y barniz para madera y dos tablones torpemente tapizados hacían de asientos, uno frente al otro. Sobre ellos colgaban dos pequeñas lámparas de metal en forma de arabescos. Una fina capa de polvo reducía la intensidad de las bombillas.

- Buenas noches. Tenga usted la bondad de disculpar a Brian. Los viajes le ponen demasiado nervioso y no hay manera de hacer que se esté quieto – Una joven, a mi juicio demasiado para ser la madre del chico, estaba sentada en el banco situado a mi derecha.
- No se preocupe, no hay nada que disculpar – trataba de ser educado mientras me ponía de puntillas para subir la maleta a la red que servía de maletero encima del banco de enfrente.
Nada más verla aquella chica produjo en mí una mezcla de compasión y de rechazo. Su pelo era una maraña apenas domada en un recogido torpe y simplón, y el color de éste hacía juego con el de una camisa desvaída que en algún tiempo había sido negra. A su lado, una niña algo más pequeña que el muchacho se sentaba apoyada contra el brazo de su madre. Un gorro de lana cubría buena parte de su cara angelical y un oso de peluche al que le faltaba un ojo se apretaba contra su pecho. Brian seguía de pie y los tres escoltaban al unísono mis esfuerzos por subir la maleta como si nunca hubieran visto un espectáculo igual.
- Hemos tenido que venir a la ciudad porque Esther tiene un problema en sus pulmones. La pobre se ha pasado toda la noche en observación – su mano acariciaba la cabeza de la pequeña mientras yo paseaba mis ojos de la una a la otra sin decir palabra – Pensará que soy una chismosa. Me llamo Carol. Caroline – y extendió la mano que tenía libre para que yo se la estrechara.

Ese asiento era más incómodo aún de lo que parecía a primera vista y, además, tan estrecho que te obligaba a pegar toda la espalda a la pared si no querías acabar resbalando hasta dar con el trasero en el suelo. Para buscar una mejor posición, me desplacé hasta la pared de la ventana con el fin de poder apoyar al menos un brazo en el alféizar de la misma. Con cada pequeño movimiento que hacía podía notar las miradas de aquel peculiar trío clavadas en mí, así que para no sentirme incómodo giré la cabeza en dirección a la ventana. Pero esto no era suficiente para evitar más peroratas.
- ¿Va usted a visitar a algún familiar? – Caroline estaba ahora flanqueada por ambos niños, uno a cada lado. Su voz era pausada y blanda, como si pronunciar cada una de las palabras le supusiera un esfuerzo enorme.
- No. Se trata de un viaje de negocios – los ojos de la niña parecían salirse de sus órbitas al escuchar mi respuesta. Mientras me inspeccionaba de arriba a abajo se juntaba más a su madre y le tiraba de una manga hacia abajo, como queriendo advertirla de algo que ella no pudiera notar.
En este punto mis ganas de conversación eran bastante escasas, por ser generoso con la expresión, así que volví a girarme en dirección al exterior, recosté la cabeza contra el cristal y cerré los ojos simulando que intentaba dormir. Las voces de los chiquillos peleando por unas galletas se iban diluyendo más y más en mi oído, hasta que poco después, sin darme cuenta, acabé por caer en mi propia trampa y quedé totalmente dormido. Tan rápida y profundamente que ni siquiera alcancé a escuchar el pitido del tren al partir de la estación.

Fue algo muy distinto lo que malogró repentinamente mi sueño. Debió de ser una curva pronunciada, o acaso un acelerón repentino del tren. Brian debía de estar de pie, o peleando con su hermana o preparando alguna fechoría. El caso es que la suerte quiso que en su caída el chiquillo viniese a parar, de entre todos los sitios posibles, justo encima de mí. Lo primero que noté fue un fuerte golpe, un sobresalto que abrió mis ojos al instante para comprobar que efectivamente Brian había aterrizado en mi regazo. Su cabeza se apretaba contra mi cara sin que yo supiera muy bien qué estaba ocurriendo. Su pelambre mugrienta se metía en mi boca, sus piernas descansaban encima de las mías y sus brazos se agitaban como tentáculos intentando encontrar algún asidero. El número circense se prolongó por varios segundos, sin saber cómo reaccionar ni cómo quitarme al chiquillo de encima.

- ¡Brian! Hijo mío, por Dios, ¡levántate de ahí! – Caroline se había incorporado de su asiento y miraba la escena tapándose parte de la cara con las manos, pero estaba tan paralizada que no era capaz de acercarse ni de ayudar al niño – ¡Ay, qué disgusto! ¿Está usted bien, señor?
- Uff, vaya, creo que sí. Hijo, ¿se puede saber qué estabas haciendo? – al fin conseguía agarrar al chico por la cintura y apartarlo de mí.
- Lo lamento muchísimo. No sé cómo ha podido suceder. Le pido mil perdones – Brian regresaba a las faldas de su madre mientras yo intentaba calmarme ajustándome la chaqueta y volviendo a ponerme el sombrero que se había caído al suelo. Y justo al agacharme de costado para recogerlo me di cuenta. Me estaba orinando. Una presión fina y puntiaguda en la parte baja del abdomen me avisaba de que, a pesar de mis reticencias a tal visita, debía ir al baño urgentemente.
- Está bien, intentaré olvidar lo ocurrido – ahora Esther se había levantado también y los tres estaban en mitad del compartimento, bloqueándome el paso hacia la puerta – Debo salir, si me permiten...
Por supuesto, había olvidado que la puerta estaba averiada y volví a fracasar al intentar abrirla. Inmediatamente Brian corrió en mi ayuda, intentando ganar puntos por lo que acababa de suceder, se coló por entre mis piernas y dio un pequeño y seco puntapié en la madera.
- Así, ya está – su mirada abierta y reluciente buscaba el perdón en mis ojos. Me irritaba depender del chico para salir del compartimento, como un anciano que no puede valerse por sí mismo, así que en lugar de eso aparté la mirada y salí al pasillo.

Casi agradecí salir de allí e inconscientemente respiré hondo en cuanto estuve solo al otro lado de la puerta. Miré mi reloj, apenas había pasado una hora desde la salida del tren. Y mientras me acercaba a los servicios rogaba porque las cuatro o cinco restantes transcurrieran lo antes posible. Ocupado. La puerta del lavabo de caballeros estaba cerrada, así que me apoyé contra la pared de enfrente esperando mi turno. Un minuto. Dos. La necesidad empezaba a apremiar y para relajar un poco la presión cambiaba constantemente el pie de apoyo, doblando el otro ligeramente contra la pared. Otro minuto más, y quienquiera que estuviera dentro seguía sin salir. Ya iba a golpear la puerta con los nudillos, pero una voz me interrumpió:
- ¡No se puede permanecer en los pasillos!– la voz severa y hostil del revisor me sorprendía desde la oscuridad. Su tono y autoridad me abofeteaban dejándome mudo para demostrar mi inocencia. Sin rechistar y avergonzado volvía al compartimento sin poder cumplir tan simple misión.

No dejaba de ser paradójico, puede que hasta gracioso, que fuera de una puerta cerrada a otra, pero en aquel momento no veía paradojas, y mucho menos gracias mientras llamaba a la puerta para que Brian me dejara entrar de nuevo. Los tres parecían estar esperando ansiosos mi regreso. Sus ojos atónitos estaban llenos de preguntas mientras yo, aún ultrajado por la actitud del revisor, sólo acertaba a falsear la sonrisa ridícula del que no quiere dar mayores explicaciones y volvía a sentarme en mi esquina. Pero me era imposible quedarme quieto. Las dos manos apoyadas en el borde del asiento. Los talones arriba y abajo, sin parar, flexionando un poco las piernas para soportarlo mejor.
- ¿No habrá ido usted a quejarse de lo ocurrido? – Caroline sonaba tan débil y distante como una ola a lo lejos en el mar.
- ¿Quejarme? – estaba tan concentrado en no orinarme encima que no sabía de qué me estaba hablando – ¡ah!, no, por supuesto que no. No tiene nada que ver, se lo aseguro — y seguía con mi particular y sedante movimiento.
- Brian es un buen chico. A veces me cuesta mantener el control sobre él, pero tiene buen corazón – Caroline se echó un poco hacia delante y bajó el tono – ¿Se encuentra usted bien?
- Sí, perfectamente. No hay ningún problema... ningún problema – era evidente que no podía estar quieto. Dirigí la vista a la ventana. Nada que ver más allá de la noche. Volví a levantarme en dirección a los servicios. Brian había tomado aquella operación como un reto personal, una oportunidad de demostrar su valía, y se había adelantado a mí para poner en práctica su mañosa técnica.

Aquello no era caminar por el pasillo. Sobrevolaba por él. Apretando una pierna contra la otra estiré mi mano hasta el pomo del aseo de caballeros. Seguía cerrado. ¿Cuánto tiempo llevaba aquella persona allí dentro? Golpeé la puerta. Ninguna respuesta. Los saltitos se intercalaban con pequeños empellones al tirador mientras la orina pugnaba por encontrar un camino fuera de mi cuerpo. Y caí en la cuenta. No había nadie dentro del aseo. Claro que no, había sido yo mismo. Al enganchar la maleta con la puerta había estropeado la cerradura. Magnífico, David. ¿Qué iba a hacer ahora? Miré a un lado del pasillo, luego al otro. Mi mano derecha ya tentaba a mis partes bajas para reprimir la micción. La puerta de al lado, el lavabo de señoras. No. Demasiado osado. ¿O no? No podía más, me daba igual con tal de no hacérmelo encima. Entonces, un ruido al fondo del corredor, una puerta que se abre. Doy marcha atrás y retrocedo por el pasillo ¿Y si es el revisor? ¿Le explico que la puerta del aseo no se abre por mi culpa? ¿Le pido permiso para entrar en el de las damas? Llego hasta el compartimento. La puerta se ha quedado abierta esta vez. Me quedo allí de pie, con el baile en mis piernas, sin saber qué hacer. Mirando a mis compañeros de viaje. Primero a Caroline, después a los niños. Pidiéndoles ayuda con la mirada. Intentando mantener algo que semejara una sonrisa.
- ¿Qué ocurre? Algo va mal, ¿verdad? – Caroline apretaba a los niños contra ella.
- Sí, terriblemente mal – mis piernas eran un desfile a toda velocidad.
Entonces me fijé en Esther. Jugaba con el único ojo de su peluche. Ajena por completo al drama que allí se vivía. Mi vista se clavó en ella. Y en ese momento de despiste permití que una gota se escapara de mí. Sin dar explicaciones volví al pasillo, corriendo, pasando de largo los aseos, hasta llegar al final del vagón. Sin pensar. Concentrando todos mis esfuerzos en no mearme en mitad del pasillo. Con una mano abría la puerta que daba al exterior, con la otra apretaba con fuerza mis órganos viriles. Ya estaba a punto. Casi. Aguanta. Un último esfuerzo La hebilla del cinturón y el botón de los pantalones y la vejiga a punto de explotar y la mano que busca a tientas entre la ropa interior y el líquido que ya me ha mojado las piernas y el frío de la noche en mi miembro y ya está. Y ya sale todo. El chorro generoso que se extiende hacia la oscuridad. La presión del abdomen que se reduce en un clímax sostenido. La puerta del vagón salpicada de mi orina. Y el revisor puede venir y mirar si quiere. Y Caroline y los niños. Y la señora de la estación. Y las puertas que no se abren. Todos. Todos ellos tienen la culpa de este momento, y a todos ellos debo agradecérselo también.

Y así me quedé un largo rato, con la puerta abierta y mirando al exterior. Sabía que si aparecía el revisor me reprendería, que podría incluso multarme, pero no podía importarme menos. Me sentía ligero, como si hubiese desalojado de mi cuerpo un peso cien veces mayor al de aquel pis. Con las manos apoyadas en el quicio de la puerta, intentaba adivinar montes y ríos y casas en el horizonte nocturno. Y me parecía estar mucho más lejos aún de la ciudad, de mi apartamento, de la oficina, de las facturas y las cuentas, de los relojes y los trajes a medida. No recuerdo muy bien las cosas que hice, dije o pensé en el resto de aquella noche, pero lo que puedo recordar con total nitidez es que después de un buen rato regresé al compartimento, me disculpé ante Caroline por mi comportamiento y le di un beso en la mejilla a cada uno de los niños. Y comoquiera que el sombrero era un estorbo para poder acercarme a la cara de los chiquillos, me lo quité, lo subí a lo alto del maletero y no volví a recogerlo de allí cuando bajamos del tren a la mañana siguiente.

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