Finalista en la 66 Edición del Concurso Literario Internacional 'La Felguera'.
Desde el momento en el que Andrés puso el clavo en mis manos, haciéndome
responsable de guardarlo, adopté el peso de aquel metal como una confianza que
no debía traicionar.
Aquel trozo de hierro había aparecido una mañana en la clase de gimnasia.
En una esquina, alejados del resto de la clase, Andrés había abierto la
cremallera del chándal heredado de su hermano, dos tallas más grande que la
suya, lo justo para que Juan y yo pudiéramos verlo, mientras en voz baja nos
contaba cómo se lo había robado a un chico de su pueblo.
—Si mis padres lo descubren, me matan —Sin esperar respuesta, Andrés me
había dado el clavo mientras subíamos las escaleras del gimnasio de regreso al
aula.
Su forma, redondeada y suave por un lado y puntiaguda por el otro, lo
hizo perfecto para convertirse enseguida en nuestro entretenimiento favorito. A
la salida de clase, por las tardes. En aquella calle.
Un rectángulo dibujado en el terreno de barro, dividido en diez
cuadrados. Tirabas el clavo al primer cuadrado y, si lograbas hundirlo en el
suelo, saltabas a la pata coja para recogerlo y seguir hacia el siguiente.
—¡Vamos, tira! ¡Tira! —La voz de Juan empezaba a mostrar un grosor
varonil que a Andrés y a mí nos quedaba aún un poco lejano. Cuanto más me urgía
a tirar, más nervioso me ponía. Y más posibilidades había de que el clavo no
saliera con fuerza de mis manos y acabase rebotando en el suelo. Claro que yo
no necesitaba muchas ayudas para realizar un mal tiro. Era con diferencia el
peor de los tres, y para cuando Juan, habitual ganador, había acabado el
recorrido, yo seguía aún en las primeras casillas.
La calle sin nombre. Estoy seguro de que aquella calle no tenía nombre
alguno. Pero sabíamos que la haríamos nuestra durante un buen par de horas en
cuanto alguno de los tres pronunciara la palabra máticos, minutos antes de sonar el timbre. Por los neumáticos.
Ellos y los demás restos de automóviles, trastos viejos, escombros, verjas
metálicas y carteles de colores desvaídos. Apartada del camino principal,
silenciosa, oscura, sólo accedías a ella por un pequeño desvío sin señalizar, y
se convertía en una especie de U en cuyo final ascendente volvías a salir a la
vía transitada. A unos diez minutos andando del colegio. Del de chicos.
Eran los días precedidos de lluvia
nuestros preferidos, cuando la tierra del borde de la calle estaba todavía
húmeda. La sensación placentera de hundir el clavo en el suelo. La facilidad
con la que la tierra acogía nuestros empellones. Y luego los saltos a pata coja,
bravucones, casi insolentes. Éramos invencibles con el clavo en las manos.
Pero aquella tarde de viernes el terreno estaba tan seco que había que
tirar con demasiado esfuerzo para penetrar en el objetivo dibujado. Fue
entonces, en uno de esos bríos desmedidos, con el sol escondido por detrás de
los edificios hacía ya un rato, que el clavo rebotó en la tierra. Salió
despedido, incontrolado, y toda la fuerza del metal se encontró con la pierna
al aire de Andrés, en pantalón corto. Corrió la sangre, casi de inmediato, y
antes de que nadie dijese nada imaginé furias paternales y un final prematuro para
nuestro juego. Juan, sereno, con su inmutable flequillo azabache, propuso
acompañarle a casa y explicar lo ocurrido entre todos. Pero Andrés sólo le
respondió que si estaba loco, que ya se le ocurriría alguna excusa. Enzarzados
en una discusión, la oscuridad se adueñó de la calle y nos hizo alejarnos de
allí tan rápido que no tuve tiempo de ver dónde había quedado el clavo.
A la mañana siguiente mis piernas no dejan de balancearse, entrecruzadas,
por debajo de la mesa del desayuno. Mentalmente estoy ensayando la coartada
para no tener que acompañar a mi padre a los puestos de venta de pájaros, a los
que vamos todos los sábados, y poder volver a nuestra calle. No quiero que
llegue el lunes, a la salida del colegio, y tener que decirles a Juan y a
Andrés que no tengo el clavo y que tenemos que ir a buscarlo. O peor aun, que
no esté cuando lleguemos allí.
Es el cumpleaños de uno de clase y tenemos que ir a por un regalo… hemos
quedado para comprar un regalo… se me había olvidado deciros que hay un
cumpleaños y que... Que no llegue tarde para comer, creo que es lo único que
dice mi madre. Mi padre tan sólo me mira por encima del periódico.
La calle sin nombre. Se hace extraño caminar hacia ella a esas horas, con
el sol brillando en lo alto. Esa mañana, sin la compañía amiga a los lados,
está más lejos que nunca. Y en cuanto aparece ante mí tengo la sensación de que
aquella no es la calle. Nuestra calle.
¿Qué hacen allí esos coches, esos hombres entrando y saliendo a su
antojo, llenando la calle de una vida que nunca antes había visto? De pronto me
doy cuenta de que todas esas puertas cerradas en las últimas horas de la tarde
son algo más que el escenario de los juegos de unos niños, y esa heroica
determinación para mentir a mis padres es ahora piel de serpiente que muda y se
queda a mitad del camino. Los rugidos de los motores que salen de los talleres
resuenan dentro de mi cabeza, y los gritos de los mecánicos y mozos de almacén
parecen dirigirse todos ellos directamente a mí. Si Juan y Andrés estuviesen
aquí todo sería distinto. Con la cabeza baja, intento levantar la vista del
suelo lo menos posible mientras mis pasos buscan el rellano de tierra en el que
habíamos estado jugando.
Al fin, hacia la mitad de la calle, justo enfrente de las puertas
oxidadas de un taller, aparece el dibujo geométrico que habíamos dibujado la
tarde anterior. Sin embargo, ahora las puertas están abiertas y, el clavo... ¿a
dónde habría ido a parar el clavo? De repente, en el suelo, a mi derecha, un
brillo metálico asoma entre los hierbajos más cercanos al bordillo de la acera.
Es entonces cuando una mano se posa en mi hombro.
—Oye, chaval, ¿no querrás sacarte un dinerillo fácil para el fin de
semana?
Aquella mano
apenas ejerce presión sobre mí, pero yo siento que me empuja hacia el suelo,
que las piernas se me doblan y estoy a punto de perder el equilibrio. Me giro
convencido de encontrar una reprimenda de, quizás, el dueño del terreno que he
invadido, pero aquel enorme bigote amarillento insiste.
—¿Ves ese bar de ahí arriba? —La ceniza se desprende del cigarrillo que
cuelga de su boca mientras habla.— Sólo tienes que ir y comprarme un paquete de
Rex. Las vueltas son para ti.
—Yo, es que estoy... —Giro la cabeza en dirección al final de la calle,
hasta que veo el luminoso de refrescos que corona la entrada del bar. Quiero
rechazar la oferta del desconocido, contarle del brillo en el suelo, de los
saltos a la pata coja, de Juan y de Andrés. En vez de eso, sin dejar de mirar
hacia el bar, titubeo.— N-n-n-o puedo.
—¡Piensa en tu novia! Un caballero como tú tiene que poder invitar a su
dama, ¿eh? —El gigantesco bigote aprovecha cada una de las palabras del hombre
para moverse con vida propia por encima de sus labios. Sus dedos ennegrecidos
aprietan un poco el cigarrillo antes de tirarlo al suelo y sacan unas monedas
del mono azul.— Toma. Si te pregunta la dueña, no le digas que es para mí. Di
que es... que es para tu padre. Eso es. Que tu padre está ocupado y te ha
mandado a ti a por el tabaco, ¿eh?
¿Novia? Lo más que me había acercado a una chica había sido la vez que le
había rozado la pierna a mi vecina, en el ascensor, juntando la mía lo más
posible sin que pareciera intencionado hasta que las puertas se abrieron en la
planta baja.
Ahora, calle arriba, con las monedas tintineando en mi mano, mis pasos
son más ligeros. Doy media vuelta mientras camino y el hombre del mono me
saluda con la mano en alto, animándome a seguir. El clavo puede esperar un poco
más.
La puerta del bar está llena de pegatinas de marcas de bebidas que en su
mayoría desconozco. Me detengo intentando ver más allá, pero la suciedad del
cristal y la oscuridad del interior me impiden ver nada. Aprieto la mano en la
que llevo las monedas y con la otra empujo suavemente, pero no es hasta que me
ayudo un poco con el pie que la puerta cede ante mí. El olor a detergente de
haber acabado de lavar y un transistor escupiendo una guitarra española son los
primeros en recibirme.
—¿Qué se le ofrece al hombrecito? —Una mujer voluminosa me sonríe desde
detrás de la barra mientras coloca unos vasos.
—Un paquete de Rex para mi padre que está ocupado y no puede venir
—repito de memoria mientras extiendo la mano para mostrar las monedas impregnadas
en sudor.
—Así que tabaco para tu padre, ¿eh? —Sin soltar el paño con el que limpia
el último de los vasos rodea la barra para quedar enfilada con la puerta.
—Para mi padre que está ocupado y no puede venir.
Cambio las monedas de mano para limpiarme el sudor en la pernera del
pantalón y sospecho que esta vez la respuesta no ha sonado tan convincente. La
dueña del bar sale por completo de detrás de la barra hasta ponerse a mi lado.
El local, me doy cuenta ahora, está vacío, a excepción de nosotros dos. Puedo
sentir su olor a través de esa bata, una mezcla a dulce, sudor y lejía, pero
ella sigue con la vista fija en el exterior del bar.
— ¿Seguro que es para tu padre?
Ladea la cabeza a un lado y al otro y achina los ojos para agudizar la
vista. Las pegatinas en la parte superior de la puerta hacen de muro, así que
termina por agacharse hasta casi mi altura, un poco por encima, de manera que
justo enfrente de mis ojos aparece un canal infinito, un cañón que marca la
línea divisoria entre dos montañas rosadas.
—¿No será otra vez ese maldito borracho?
Una de las monedas se cae de mi mano. La mujer se vuelve hacia mí,
atraída por el ruido metálico, y advierte que mi mirada está fija un palmo por
debajo de su cuello. Sin moverme, respiro hondo y, sin saber por qué, digo:
—Mi padre está en el taller para que le arreglen el coche. Huele usted
muy bien.
En una sucesión de actos involuntarios, casi simultáneos, la dueña del
bar se incorpora, se ruboriza y con su mano derecha cierra la bata.
—Anda, ve, la máquina está en aquella esquina.
Un sonido hueco acoge cada una de las cuatro monedas en el interior de la
máquina. Me recreo, tomándome mi tiempo, dejando que se deslicen por mis dedos
y se cuelen por la ranura. Clonc. Pienso en Juan, y en que ya no podrá pavonearse
más de ser el único que cuenta historias con protagonistas femeninas. Clonc.
Pienso en Andrés, que seguro que intenta convencerme de que le compre algo en
el kiosco de la plaza. Clonc. Y, sobre todo, pienso en que a partir de hoy ya
nunca más va a importarme perder al clavo. Clonc. No van a creerme cuando les
cuente esto el lunes.
—Por aquí no está —Andrés hurga entre unos arbustos cercanos a la pared,
renqueando, con la rodilla vendada.
—No puede estar tan lejos, bobo. Mirad, aquí fue donde jugamos el viernes
—Brazos en jarra, Juan habla justo al lado de los restos del dibujo que tres
días después apenas se distingue ya en la tierra.
Ajeno a sus esfuerzos, me siento en el bordillo de la acera, en silencio,
sin apartar la vista de las puertas oxidadas del taller.
—A lo mejor alguien se lo ha llevado. Pero, ¿para qué iba a querer nadie
un pedazo de hierro? —Andrés se mueve en círculos, dando patadas a las piedras,
esperando que el clavo aparezca debajo de una de ellas.
—¿Y tú, no piensas buscar? —el tono de Juan exige que me levante, pero yo
sigo sentado. Mirando las puertas, ahora cerradas, pero viendo una y otra vez
cómo el mecánico desaparecía hacia el interior del taller con el paquete de
tabaco en la mano y el clavo saliendo del bolsillo de su mono azul.
—Igual podemos encontrar algo parecido con lo que jugar —Juan está
intentando clavar un trozo de rama en el suelo, pero no lo consigue.
—Este sitio es un rollo. Además, yo ya estoy cansado de esa tontería del
clavo —Andrés vuelve de buscar cerca de la pared y se sube a caballito en Juan.
El mecánico desaparecía y yo volvía a casa corriendo y mi madre me
preguntaba que qué había estado haciendo hasta esas horas y que dónde estaba el
regalo para el cumpleaños, y yo soltaba una palabrota y ella me daba una
bofetada y yo me metía en mi habitación y guardaba en el cajón de la mesilla
las monedas de mi recompensa para no volver a sacarlas de allí.
—¿Por qué no vamos a la plaza? Los del instituto están jugando al fútbol.
Si se lo pido yo, a lo mejor nos dejan jugar con ellos —Con Andrés a la
espalda, Juan se acerca trotando hasta mí.
Pero a mi no me gusta el fútbol y detesto a los chicos del instituto y
algo que por aquél entonces aún no sé qué nombre tiene se retuerce en mi
estómago.
—Oye, ¿qué haces? —Juan llega hasta donde estoy sentado mientras a sus
lomos Andrés agita una fusta imaginaria.— ¿Estás llorando? No se te ocurra
llorar delante de los mayores, ¿me oyes? Si no, no nos van a dejar jugar con
ellos.
Y desde allí, en el bordillo de la acera, inmóvil, veo a Juan y a Andrés
alejarse galopando entre gritos de “jía” y “arre, caballo” hasta que giran la
esquina y desaparecen de mi vista y sólo quedan sus sombras, durante un
momento, saltando y brincando, convertidas en una mancha uniforme sobre las naves
del fondo de la calle.