Alguien le había dicho alguna vez que siete años era el tiempo exacto que
duraban los ciclos en la vida de las personas. Y que, después de ese
tiempo, no valía ya intentar agarrarse a las cosas que le habían servido
hasta entonces.
Y en ese momento se dio cuenta de que llevaba
parado, allí, sin moverse, esos siete años. Mirando a su siguiente ciclo
desde el borde del acantilado. Con los dedos de los pies sobresaliendo
un poco del borde, pero sin atreverse a dar el salto.
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