martes, 3 de febrero de 2015

Nueva piel



Angustias no había parado de acariciar su abrigo nuevo en toda la mañana. Desde que había abierto la puerta de casa para bajar las escaleras del edificio, esperando luego en la acera a que llegara el taxi, y sentada en el asiento trasero del viejo Seat que les había llevado, a ella y a Pedro, su marido, hasta el cementerio. Pasaba su mano por él una y otra vez y se maravillaba con el brillo de las pieles recién estrenadas y la suavidad de su tacto.
Esa misma mañana, a primera hora, un mensajero había subido los cuatro pisos hasta su casa con una caja casi de su tamaño y, mientras ella firmaba el recibo, el mozo le aseguraba que su marido debía de quererla mucho.
—Vamos, ábrelo, no te quedes ahí parada— Pedro había despedido al mensajero con una generosa propina y retaba a Angustias en el estrecho pasillo de la entrada. La mujer, paralizada por la alegría nerviosa, no acertaba siquiera a meter los brazos por las mangas del abrigo— Míralo, parece hecho a tu medida.
Y a la vez, Angustias se sentía un poco culpable por estrenarlo aquel preciso día. Tantas y tantas veces habían soñado despiertas Marta y ella con lo que sería llevar sobre sus hombros una prenda así, y ahora su mejor amiga se quedaba sin verlo hecho realidad. Una apoplejía súbita, le habían dicho los dos enfermeros que había llegado en ambulancia y habían subido hasta el cuarto piso maldiciendo por la falta de ascensor. Ahora, mientras observaba cómo el sacerdote recitaba las últimas oraciones sobre el féretro en el que descansaba su vecina de toda la vida, Angustias se intentaba convencer de que debían de ser cosas del destino.
Como la mayoría del séquito fúnebre allí reunido estaba formado por familiares y allegados que ellos apenas conocían, Angustias y Pedro habían terminado por retroceder unos pasos y observar la escena desde un segundo plano, casi ocultos tras un ciprés. Ella hubiera preferido estar cerca de Marta en su despedida, como siempre lo habían estado, en el rellano de la escalera, en todos aquellos ratos en los que era preciso tener a alguien que te escuchara y la programación en televisión no lograba atraer la atención de una dedicada ama de casa .Pero Pedro, un hombre prudente y reservado, no quería llamar la atención con la ostentación de aquel lujo de pieles delante del duelo de la familia.  
Angustias se agarraba del brazo de su marido y se preguntaba si no era tanto el respeto lo que les hacía permanecer alejados de la escena principal como el poco aprecio que su marido había manifestado siempre por Marta. Una chismosa que no tenía más pretensión que hurgar en las vergüenzas ajenas, comentaba él siempre entre refunfuños cada vez que Angustias cerraba la puerta de casa tras de sí. Qué sabía él de amistades, siempre sólo y taciturno. Total, no hacían daño a nadie, y aquellos comentarios no eran más que una prueba de la confianza y la intimidad entre ambas. El frío de enero hacía sacar el vaho de las bocas en el raso del cementerio, y a pesar de que Angustias sentía el calor orgulloso de las pieles arropándola hasta casi las rodillas, la congoja por la marcha de su amiga hacía que le temblaran las piernas.
—Cada día estás más gorda.— Las palabras llegaron a Angustias débiles, casi imperceptibles entre el soplo del viento, apenas rompiendo el silencio a su alrededor. Se soltó del brazo de Pedro por un instante y le miró, esperando una respuesta. Pero su marido permanecía impávido, con la mirada al frente y el gesto hermético.
En ese momento, cuatro hombres con mono se inclinaron ante el ataúd de Marta para cargarlo hasta el nicho que se abría en la pared. Entre la familia unos sacaban los pañuelos para secar las mejillas y otros se decían frases hechas acompañadas de palmaditas en la espalda.
—Ni siquiera hoy has sido capaz de peinarte decentemente.— Esta vez las palabras fueron más claras, tajantes, y Angustias no dudó en reconocer la voz de Marta. No parecían venir de ninguna dirección concreta y, a la vez, la rodeaban por completo.
—¿Has oído eso?— Angustias no puedo reprimir la pregunta.
—¿Qué es lo que tengo que oír?— Pedro le contestaba sin girar la cabeza, pero en su respuesta parecía dibujarse una leve sonrisa.
Los hombres habían acabado de introducir el féretro en el nicho y se disponían a tapar el agujero con un montón de ladrillos cuando un trueno sonó en la distancia. La comitiva desvió su mirada hacia el cielo al unísono, donde los nubarrones empezaban a acercarse hacia el cementerio.
—A ver ahora quién va a aguantar tus lloriqueos de reumática.— Angustias volvió a separarse de su marido y se giró a ambos lados. De algún sitio, allí, por debajo de su cuello llegaba otra vez inconfundible la voz de su vecina. Pedro observaba el cielo, como el resto de la gente, y sacaba la mano de su abrigo para extenderla buscando alguna gota. No podía ser que no hubiera oído nada. Angustias vio entonces cómo el nicho de Marta se acaba de cerrar por completo y sintió un escalofrío. Tienen que ser los nervios, se dijo. Eso es. La culpabilidad por ponerme hoy el abrigo me está haciendo escuchar cosas que no existen.
—¿Estás bien, cariño?— Pedro volvió a acercarse a ella y la rodeó con el brazo.
Angustias, paralizada, se debatía entre el miedo por las voces en su cabeza y la repentina necesidad de acercarse hasta el nicho, destapar aquella pared y ponerse de rodillas ante Marta para pedir perdón por su arrogancia.
—Es mejor que nos vayamos ya, está empezando a llover— Pedro hizo una última mueca al cielo y tiró de Angustias hacia atrás.
Uno de los hombres acabó de dar una paletada de yeso sobre el nicho y los últimos familiares depositaron un ramo de flores ante él.
—No, espera— dijo Angustias —¿por qué ya?
—Me han advertido de que la piel de marta se estropea con el agua— respondió su marido, que acariciaba el brazo de Angustias desde el hombro hasta la muñeca sin poder ocultar un gesto de satisfacción.

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