sábado, 2 de abril de 2022

Estre-no

 


No encontraba al niño. Vamos, que se me había perdido.

Estaba a punto de entrar en el coche para volver a casa. Saqué las llaves, pulse el botón de abrir, y el ‘bip bip’ me recordó de repente que hoy no había venido sola al teatro. ¡Marco! ¿Dónde estaba? Esta mañana, en casa, estaba más revoltoso e inquieto de lo normal, y tras varios tiras y aflojas había decidió traerlo conmigo al último ensayo, justo el día antes del estreno. Y ahora… ¿dónde se había metido?

—¡Marco! ¡Marcooooo!— mi llamada se perdía entre la oscuridad del parking, pero no obtenía ninguna respuesta.

Empecé a ponerme nerviosa. Guardé las llaves en el bolso y volví sobre mis pasos para entrar de nuevo en el teatro. “Tranquila”, me decía a mí misma, “seguro que se ha quedado jugando por algún rincón y no se ha dado cuenta de que me iba”.

Las luces del teatro estaban ya apagadas. Apenas habíamos acabado los ensayos hacía quince minutos, pero estábamos pasando por estrecheces económicas y había que ahorrar en la factura de la luz de cualquier manera. Ayudada únicamente por las luces de emergencia, tanteé por el vestíbulo hasta dar con la puerta al patio de butacas. Si se había escondido bien, ahora me iba a ser más difícil encontrarlo. Y en ese momento sentí una punzada de culpabilidad. Sí, mi decisión de volver a fumar marihuana después de varios años quizás había ayudado a mi creatividad a resolver algunas partes de la obra que no acababan de funcionar, pero sin duda me había vuelto también más despistada.

Apenas se podía vislumbrar el escenario, ahora con su telón bajado, desde la última fila de butacas. No sabía si se podía haber quedado sentado en alguna de ellas, o incluso debajo de alguna, así que me dispuse a recorrer todos los pasillos en zigzag, desde la parte de atrás hasta llegar al escenario. Pero nada más comenzar a caminar, me di cuenta de que no veía más allá de la butaca que tenía a mi lado. ¿Cómo iba a hacer para… ¡la linterna del móvil! ¡Claro! Lo saqué apresuradamente del bolso, activé la función de linterna, y enseguida comprobé que ahora podía ver desde el extremo de una fila hasta casi la mitad de la misma.

Sin dejar de decir su nombre, avanzaba por los pasillos mirando arriba y abajo de los asientos. “¡Maaarcooo! ¡Marco, cariño, ¿dónde estás?!”. El teatro vacío me devolvía el eco de mis palabras, pero no encontraba respuesta. Y con el móvil en la mano, apuntando ya en todas direcciones, me sentía como una acomodadora a la que los espectadores habían abandonado.

Terminé mi búsqueda en la primera fila, ya con las rodillas doloridas de tanto agacharme e incorporarme, pero Marco seguía sin aparecer. Y detrás de mí, el telón que mañana se alzaría para lucir mi estreno como directora. ¿Podría estar en el escenario? Subí a toda prisa las escaleras del lateral, crucé el telón, y según me movía por el escenario la pálida luz del móvil revelaba el atrezo tal y como acabábamos de dejarlo, listo para el estreno. El interior de un humilde salón de posguerra, con su sofá raído, su mesa cubierta con hule, su estufa de carbón… pero sin Marco.

Estaba ya empezando a plantearme llamar a la policía, cuando una última esperanza surgió ante mí. ¡El camerino! Seguramente los actores seguirían allí, y quizá él los había seguido al terminar los ensayos sin que me hubiera dado cuenta. A fin de cuentas este niño siempre había sido mucho de estar entre bambalinas. Salí por la parte trasera del escenario, crucé el pasillo a toda prisa y abrí la puerta del camerino sin siquiera llamar antes.

—Marta, ¿eres tú?— había en la pregunta un tono de extrañeza.

            Enseguida comprendí que no podían verme, ya que el camerino estaba en penumbra, y todo lo que veían era el destello de la luz de mi móvil. Casi a tientas, los actores estaban terminando de cambiarse de ropa.

            —¿Habéis visto a Marco?— pregunté sin más.

            —¿A quién?— replicó una de las actrices más jóvenes que se sentaba al final del camerino.

            —¡Marco! ¡Mi hijo! No lo encuentro por ningún sitio— insistí.

            Hubo entonces un silencio de unos segundos. Los actores se miraron entre sí, como buscando una explicación.

            —Marta, ¿es esto alguna superstición de antes del estreno?— preguntó entonces el actor principal, que era el que estaba más cerca de la puerta.

            —Lo digo en serio— entonces dirigí la luz del móvil hacia el suelo, en un intento de que pudieran ver mi cara —¿Dónde está el niño?

            —¿Qué niño?— varias voces contestaron al unísono —No hemos visto ningún niño, Marta.

            —Lo habéis tenido que ver… ¡si ha entrado esta mañana conmigo!— los nervios estaban empezando a apoderarse de mí.

            —Un momento… yo sí que recuerdo un niño— interrumpió uno de los actores más veteranos —Pero estuvo sólo en la primera versión de la obra. ¿No os acordáis? Pero tú misma lo eliminaste, Marta. Decías que le quitaba verosimilitud al texto.

            Superstición… verosimilitud… ningún niño… eliminar… primera versión… La cabeza empezaba a darme vueltas. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero sabía que tenía que volver a casa cuanto antes. Sin decir más, di media vuelta y salí corriendo hacia el coche.

            “Primera versión, primera versión… ¿dónde demonios guardé la primera versión?”. Sentada al ordenador, buscaba una y otra vez entre las carpetas de la obra, en otras carpetas, en la papelera de reciclaje… pero no era capaz de encontrar la primera versión. Me detuve y pensé por unos momentos. Entonces me levanté y me preparé un café. La noche prometía ser larga. Tenía que rehacer la obra. O al menos, buscar un hueco para que de alguna manera apareciera el niño. Por la mañana llamaría a los actores para darles el nuevo texto e intentar hacer un último ensayo antes del estreno.

            “Quizá si aparece al principio afecte menos al resto de la obra… o puede que aparezca al final… sí, puede ser el hijo secreto que sólo aparece al final… a lo mejor si hago una referencia a un embarazo antes sea más verosímil… pero este párrafo entonces sobra por completo… y el padre podría ser… si borro esta línea… no, esta línea es clave… deshacer… o copiar y pegar aquí… no, aquí no se entendería… deshacer… deshacer… deshacer…”

            Cuando me desperté el sol empezaba a entrar por la ventana del salón. Me había quedado dormida encima del teclado. Fui al baño a lavarme la cara y vi que aún tenía la marca de las teclas en la cara. Puse la cabeza debajo del chorro de agua fría durante varios segundos y después volví al ordenador. Busqué de nuevo el archivo con la obra, y me fijé en la última fecha de modificación. Era de hacía una semana. No había cambiado nada en toda la noche. Respiré hondo, y comencé a leer un texto que me sabía de memoria. Media hora después, había terminado de leer la última línea. Era perfecta. Era lo mejor que había escrito en mi vida, y no debía cambiar ni una sola coma.

            Esa mañana desayuné tranquila, sin las prisas habituales, mientras veía las noticias. Recogí la mesa y fregué los cacharros, en vez de dejarlos para otro momento como siempre. Me di una ducha larga, caliente, y usé la esponja exfoliante, frotando bien fuerte para eliminar las células muertas. Y cuando fui a vestirme, saqué sin dudarlo del armario el vestido negro de noche que aún no había estrenado.

            Al terminar la obra, el teatro entero era un estallido de aplausos. El público, en su totalidad, estaba puesto en pie sin dejar de ovacionar, permaneciendo así durante varios minutos. Y entonces salimos a saludar, yo en mitad de todos, rodeada de mis actores, exultantes, que interpretaban mis lágrimas como la alegría del éxito.

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