Había
pasado las vacaciones jugando: saltando, corriendo, trotando. Y
cayendo. Tenía brazos y piernas llenos de moratones, heridas y costras, y
ansiaba volver a ver a sus amigos del colegio para enseñarlos, como
trofeos de guerra. Cuando llegó el primer día de clase, ya se habían
curado.
hay palabras que salen, de la nada, para juntarse, transformarse, e ir dando forma a esa red personal que uno va llenando de conversaciones, de días, de pasos. hay otras que caen en una red más grande y se hacen un poco de todos.
lunes, 4 de octubre de 2021
viernes, 17 de septiembre de 2021
Sin rumbo fijo (microrrelato)
Decidió caminar sin rumbo fijo, yendo donde sus pasos le llevasen. Salió a la calle y echó a andar. Pero sólo un par de horas después, sus pasos le habían llevado de vuelta a la puerta de su casa.
lunes, 13 de septiembre de 2021
Última versión
«Según se alejaba de él, con pasos lentos pero decididos, Ana se giró
para mirarle. Por un momento pareció que iba a decir algo, una última
palabra. Pero volvió a mirar al frente y siguió caminando por la acera
mojada hasta girar por la esquina, y desaparecer de su vista para siempre.
Entonces, una hoja cayó sobre Juan desde el árbol en el que estaba
apoyado. En ese mismo momento se dio cuenta de que era el primer día del
otoño.»
Seis meses después, había vuelto a abrir aquel archivo. Seis meses
sin escribir una sola palabra. Era la última versión de las múltiples que
había ido guardando, pero nunca había sido capaz de darlo por terminado.
Esta vez, sí, iba a acabar el relato. Releí varias veces lo que se suponía
iba a ser el final, y pronto me di cuenta de que atufaba a sensiblería
barata. ¿Qué es eso de la hoja que cae y el inicio del otoño? ¿No os
recuerda al típico final de película de Hollywood? No, no podía terminar
de esa manera. Así que le di a ‘Eliminar’ y decidí seguir a partir de la
versión anterior.
«Juan cogió la botella de agua del centro de la mesa y
se dispuso a llenarse el vaso. Se paró por un instante, y alargó el brazo
para llenar primero el vaso de agua de Ana, que también estaba casi vació.
Ella siguió comiendo sin levantar la vista del plato y sin decir nada. En
la televisión, las noticias de la noche anunciaban una ola de frío para
los próximos días, pero ninguno de los dos parecía estar escuchando.
Entonces, Juan giró la cabeza y miró hacia la ventana.
—Las flores se
están marchitando.
—¿Qué flores? —contestó Ana, sin quitar la vista de su
plato.
—¿Qué flores, Ana? Las que te traje el otro día. Ni siquiera les
has cambiado el agua.
—Es verdad —el tono de Ana no mostraba ningún tipo
de emoción —. Me había olvidado de ellas. Estoy hasta arriba de curro
estos días.
—Siempre te han encantado las flores —replicó Juan, subiendo
un poco la voz—. Antes te quedabas como tonta mirándolas y oliéndolas, y
ahora… ¿te has olvidado de ellas?
—No sé, las cosas cambian, ¿no? —Ana se
levantó de la mesa, y sin decir nada más, recogió los platos y se fue
directamente a la pila para fregarlos.»
¿Flores marchitas? ¿Ola de frío?
Por favor, es difícil ser más obvio ¿Y esto se supone que es una metáfora
de situación? ¿Quién me creo que soy, el puto Carver? No sé cómo pude
pensar en su momento que esto era bueno, pero esta versión también tiene
que ir a la papelera.
«—Cariño, ¿te vienes a dormir? —Ana abrió la puerta
del estudio despacio, sin querer hacer mucho ruido.
—Ahora no, Ana. Voy a
seguir escribiendo un rato más —Juan le daba la espalda, sentado al
ordenador, y contestaba sin girarse.
—No tardes, ¿vale? —Ana volvió a
tirar de la puerta para cerrarla, pero justo antes, volvió a abrirla y dio
un par de pasos hasta entrar en el estudio— Por cierto, esta tarde me ha
llamado el casero. Dice que nos tiene que subir el alquiler por la subida
del IPC o no sé qué.
—¿Cómo? —esta vez Juan dejó el teclado y se giró
sobre su silla— ¡Pero si ya nos lo subió el año pasado!
—Pues es lo que me
ha dicho. Mira, Juan… —se quedó callada por un momento y cruzó los brazos—
no podemos seguir así. Cada vez tenemos más gastos. Con mi sueldo sólo no
nos llega, y…
—¿Y? ¿Qué quieres decir? —el tono de Juan se volvió
súbitamente agrio.
—Pues que podías buscar un trabajo… quiero decir,
aunque sea a tiempo parcial. Algo que te permita escribir, pero que nos
ayude con todo esto.
—Ana, sabes de sobra que si quiero acabar la novela,
tengo que dedicarle todo el tiempo. Además, ¿de qué iba a buscar trabajo
yo? En un par de meses estará acabada, y podré empezar a…
—Un par de meses
—Ana le interrumpió—. Llevo casi un año escuchando lo mismo.
—¿Sabes lo
que pasa? —Juan se levantó de la silla— Lo que pasa es que creo que no
confías en mí.
—Pues a lo mejor tienes razón —Ana se giró y salió del
estudio, dejando la puerta abierta— A lo mejor eso es lo que pasa.»
Parece
que no haya aprendido nada en todos los años que llevo escribiendo. O
quizá es que en realidad no he aprendido nada y por eso dejé de hacerlo.
Vamos a ver, aquí tenemos el conflicto. Ese obstáculo, ya sea interno o
externo, que impide que los personajes alcancen sus objetivos. Me
entendéis, ¿no? Lo que pasa es que no puede ser que este conflicto
aparezca ya en mitad de la historia. Porque eso hace que todo lo anterior
carezca de sentido y el lector no sepa por qué la trama y los personajes
van hacia donde tienen que ir. Y por si no fuera suficiente, Juan es
escritor. Qué original. No puede ser… yo qué sé, cartero, o electricista.
Tiene que ser escritor. ¿En cuántas y cuántas obras el autor hace que su
personaje sea un artista con el indulgente fin de que sea su alter ego y
el lector se identifique con el sufrimiento de la creación? Empezaba a
darme cuenta de que había malgastado mucho tiempo en una historia que
estaba mal contada, y comenzaba a dudar de si las versiones más antiguas
que aún me quedaban me ayudarían a construir algo ligeramente pasable.
«Me
apunté a aquel taller sin muchas expectativas. Nunca había creído
demasiado en aquella historia del coaching que estaba tan de moda, pero
pensé que, al menos, quizá me ayudaría en mis hábitos de escritura. De
hecho, llegué quince minutos tarde. Entré y me senté rápidamente en el
único sitio que quedaba libre, pidiendo disculpas. No me dio ni tiempo de
fijarme en mis compañeros, ya que al instante toda la clase aplaudía al
unísono mientras seguían el cántico de una profesora enfervorecida:
“vamos, repetid conmigo, ¡bravo por mí, bravo por mí!”. Estuve a punto de
salirme en aquel mismo momento, pero en cuanto los aplausos cesaron y mi
vergüenza ajena se calmó un poco, me fijé en ella. Estaba sentada a mi
derecha. La sonrisa en su cara reflejaba su entusiasmo por la clase, pero
para mí, desde ese momento, significó el entusiasmo por la vida. Empecé a
ponerme nervioso, y apenas podía concentrarme en las histéricas arengas de
la profesora. De vez en cuando intentaba girarme furtivamente hacia ella,
pero en cuanto notaba que me iba a devolver la mirada, giraba rápidamente
el cuello de nuevo hacia delante. Cuando quedaban unos minutos para acabar
la clase, arranqué un trocito de papel de mi cuaderno y escribí “¿Te
apetece tomar algo después de clase”? Con la excusa de ir al baño me
levanté y lo posé sobre su mesa. Las manos me sudaban. Notaba como la
camisa se me había pegado a la espalda. Abrí el grifo del lavabo, y el
agua salió con tal presión que me empapó toda la cara y lo poco de la
camisa que aún permanecía seco. Busqué papel para secarme, pero el rollo
se había acabado. Me puse debajo del secador del baño y pulsé el botón,
pero no ocurrió nada. No sabía qué hacer. No podía salir así, pero tampoco
podía quedarme en el baño, ya que la clase estaba acabando y ella se
habría ido. Entonces, oí como alguien golpeaba suavemente la puerta del
baño y vi un trozo de papel aparecer por debajo de ella. Debajo de mi
atrevida pregunta, estaba escrita una sóla palabra: “Claro”.»
Ahora
resulta que ni siquiera sabía cómo quería contar la historia. Empieza en
primera persona… ¿y el resto está contado en tercera persona? ¿Cómo es
posible? Otra versión que debía desaparecer. Nada de lo que tenía me
servía. Si quería terminar el relato, iba a tener que volver a comenzar
desde cero. Sólo quedaba una primera versión, pero las probabilidades de
que hubiera algo en ella que pudiera valerme me parecían ya casi nulas.
Apagué el ordenador, y decidí olvidarme de la historia por un tiempo.
Días
después, tras algunos nuevos apuntes e ímpetus renovados, volví a sentarme
ante la pantalla con la intención de empezar el relato otra vez. Abrí un
documento nuevo, pero justo cuando iba empezar a escribir en él me acordé
de aquella primera versión restante. No perdía nada por echarle un
vistazo, quizá al fin y al cabo había alguna idea, alguna mínima frase que
pudiera rescatar. Y de repente, ahí estaba. El relato entero estaba
contado en aquella primera versión, en toda su perfección, y sin una sóla
palabra de más ni de menos:
«Chico conoce a chica».
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