La entrada
trasera a la sacristía siempre me recibe llena de pintadas de rotulador y olor
a orina de perro. La misma bienvenida durante los dos años que llevo destinado
en este pueblo apartado del mundo.
Es
una pequeña iglesita del siglo XXVIII en la parte alta del pueblo. Un pequeño
pórtico de entrada con columnas a los lados. Un campanario de unos diez metros
de alto coronado por un nido de cigüeñas. Unos frescos en el ábside necesitados
de una buena restauración. Discreta. Sin ningún encanto especial que destacar.
Una
vez dentro, me dejo vestir una vez más por el único chico del pueblo que aceptó
ser monaguillo. Tan sólo dice “Hola, padre” en voz baja cada vez que me ve
llegar, y permanece en silencio el resto de la eucaristía sin apartar de mí
esos ojos redondos y enormes. A veces dudo de si sabe decir algo más. Resulta
un curioso contraste en un sitio donde nadie parece callar. Las voces de los
vecinos se pueden oír a todas horas. Sobre todo si es para hablar mal de otros.
El muchacho coloca la estola a ambos lados del cuello, sin dejar de mirarme
fijamente. Y mientras termina de cubrirme con la casulla blanca intento olvidar
su presencia por un momento y me pregunto si la lectura elegida para hoy no
será otra vez demasiado larga. Hoy es un día especial.
Echo
una última mirada al interior de la iglesia antes de salir de la sacristía, y ahí
están todos, como soldaditos de acero formando dos batallones, cada uno a un
lado del pasillo. Se saludan, charlan, comentan lo guapos que están unos y
otras. Hasta que me ven entrar en el presbiterio y el silencio se impone de
inmediato. Los pocos que quedaban sentados se ponen de pie. Me dirijo al altar
y el canto de entrada comienza a escucharse desde el coro situado al fondo de
la iglesia. Cinco señoras algo entradas en años y mucho en carnes que no han
escuchado la palabra entonar en toda su vida.
Todo el mundo está en su sitio. Todos, menos
una. Primero es Paco, nervioso, impoluto, solitario en su puesto frente al
altar, el que gira la cabeza en dirección a la puerta. Después, toda la
comitiva le imita. Carmen, del brazo del padrino, se abre paso en su blancura
atrayendo todas las miradas. Con un tocado de diadema de brillantes y una cola
extremadamente larga, arrastra sus pasos hacia el altar con una lentitud
exasperante. Su rostro serio, hierático, contrasta con las sonrisas que le
dedican a ambos lados del pasillo. Algún “¡guapa!” y “¡preciosa!” se escapan
entre el gentío, pero ella sigue parsimoniosa hacia el altar, sin desviar la
mirada. En unos instantes que parecen no acabar, aprovecho para carraspear y
repasar mentalmente la invitación inicial. Al fin, la novia ocupa su lugar al
lado de un novio que, radiante, no deja de mirarla. Ella, sin embargo, apenas le
mira una vez de reojo, y sigue con su vista fija al frente. Hacia mí. Parecería
que quisiera atravesarme con la mirada. Entonces me doy cuenta de que no me
está mirando a mí, sino detrás de mí. Justo donde está el monaguillo de los
ojos de lechuza.
—Queridos novios y hermanos todos. El sacramento del
Matrimonio que vamos a celebrar ante esta comunidad es un acontecimiento
gozoso. ¡Oremos todos por la fecundidad esponsal, paternal y de servicio a la
comunidad de este nuevo matrimonio!
—¡Oremos! —contesta al unísono el público.
Comienzan
las lecturas. Lectura del libro del Génesis. Alguno de los presentes comienza a
perder su compostura y ya veo móviles saliendo de los bolsos y chaquetas. Lectura de la carta
del Apóstol san Pablo a los cristianos de
Éfeso. Las conversaciones
se vuelven menos disimuladas, y algún niño empieza a corretear entre los
bancos. Y lo que debería provocarme indignación comienza a convertirse en
preocupación ante el gesto de la novia, que sigue en estado de hipnosis justo
antes del momento culminante de la ceremonia.
—Paco, ¿Quieres recibir por esposa a Carmen y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándola y respetándola durante toda tu vida?
—Sí, quiero —contesta el novio con excesivo ímpetu.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Silencio. La novia sigue
impertérrita, sin quitar la mirada del monaguillo. Pensando que quizá no me ha
oído, repito la pregunta.
—Carmen, ¿Quieres recibir por esposo a Paco y prometes serle fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándolo y respetándolo durante toda tu vida?
Y por fin, después de tres
cuartos de hora de ceremonia, la novia abre la boca por primera vez.
—Pues… no lo sé.
No lo sabe. Es la pregunta más
importante en la vida de una persona, y no sabe la respuesta. Entonces, una voz
se alza entre el público.
—¡Vamos, Carmen! ¡No te vayas a rajar ahora! —a lo que
siguen unas cuantas carcajadas.
—Es que… —prosigue la novia— es que creo que no lo he
pensado lo suficiente.
El novio comienza a temblar. La
mira de arriba abajo. Incrédulo, no sabe cómo reaccionar. En un intento de
calmar la situación, me dirijo a ella en voz más baja.
—A ver, Carmen. Ya lo hemos practicado antes. Entiendo
que estés alterada por la situación, pero son sólo dos palabras.
—Si ya lo sé
—contesta y se le escapa una risita nerviosa—. Pero de verdad, que es que no lo
voy a decir bien.
¿Qué es lo que no va a decir
bien? Sí, quiero. Sí, quiero. Sí, quiero.
En ese momento comienza a armarse
un revuelo en las primeras filas. Entre la familia del novio se escucha algún
improperio, mientras los familiares de la novia se miran extrañados sin
entender nada. De pronto, Carmen vuelve a hablar.
—Además… es que no me puedo concentrar. Él. Me está
poniendo nerviosa —y levanta su mano señalando al monaguillo.
El
alboroto se hace dueño de toda la iglesia. La gente abandona sus asientos y se
agolpa en el pasillo, intentando acercarse al altar. Una señora grita en mitad
del bullicio.
—¡Ya sabía yo que un monaguillo de madre soltera no
nos podía traer nada bueno!
Me giro y veo al chico, que sigue
inmóvil, con sus enormes ojos abiertos. Y en ese momento se me ocurre algo.
—¡Calma! ¡Calma todo el mundo! —intento que mi voz se
escuche por encima del griterío general— Entiendo que esta no es una situación
normal, pero vamos a buscar una solución e intentar acabar con la ceremonia de
manera educada y pacífica.
Entonces
me doy la vuelta y me dirijo al monaguillo, implorándole que se retire a la
sacristía. El chico obedece sin rechistar, se levanta, y comienza a retirarse.
La gente aplaude. Se oyen vítores. El pasillo se vuelve a despejar y todo el
mundo retoma sus posiciones. Miro al novio, que vuelve a sonreír. Miro a la
novia, que ha bajado el brazo pero sigue con su mirada fija en el chiquillo. Y
justo cuando está a punto de desaparecer por la puerta, se gira y grita con una
potencia de voz que nunca hubiese imaginado en él:
—¡No! ¡No quiere!
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