Cuando la enfermedad de su madre hizo que perdiera la cabeza, se dio
cuenta de que ya no podría decirle todo lo que se había guardado durante
años. Para ella, ahora, un día él era el primo segundo del pueblo. Al
día siguiente, el carnicero de la esquina. Y aunque no pudiera
reconocerle, observó que ella ya no rechazaba todos los besos y abrazos
ausentes en el pasado. Y nunca fue tan triste como entonces, viéndola
desaparecer poco a poco. Y nunca fue tan feliz como entonces, estando
más cerca de ella de lo que nunca lo había estado.
hay palabras que salen, de la nada, para juntarse, transformarse, e ir dando forma a esa red personal que uno va llenando de conversaciones, de días, de pasos. hay otras que caen en una red más grande y se hacen un poco de todos.
sábado, 4 de noviembre de 2017
domingo, 29 de octubre de 2017
Héroe nacional (microrrelato)
Era un auténtico patriota. Y, para demostrarlo, compró la bandera más grande que encontró y decidió ponerla en un gran mástil en lo alto de su casa. Para que todo el mundo pudiera verla. Le costó subir la escalera al tejado y, una vez allí, fijarla para que estuviera segura. Subió, con cuidado, peldaño a peldaño, con el enorme trozo de tela en la mano. Con tan mala suerte que en el momento en que se disponía a atar uno de los extremos de la bandera al mástil, arreció una fuerte racha de viento. La tela se extendió, primero, y luego acabó por enrollarse a su alrededor. Sin poder ver, perdió el equilibrio, y cayó desde lo alto del mástil, envuelto en los colores de su país. El suceso fue noticia en todos los informativos del día siguiente, y poco después fue nombrado héroe nacional.
miércoles, 6 de septiembre de 2017
Todo lo que tengo que decir ya ha sido dicho antes y mejor
Ganador del primer premio de relato en el XXXVIII Certamen Literario "Manuel José Quintana", UP Cabeza del Buey.
—¿Me
lo puede firmar en la página veinticuatro? Es mi número favorito, ¿sabe? De
siempre.
Otra
firma personalizada más. He perdido la cuenta de las que llevo ya. Antes de que
la próxima persona se plante ante mí, estiro un poco el cuello e intento ver
hasta dónde llega la cola, pero mi visión se ve interrumpida por la columna que
separa la sección de literatura de la de menaje del hogar. Por lo que parece,
la fila de gente se extiende más allá todavía. Me pregunto cuántas peticiones más
me esperan hoy. Hace un rato un hombre me pedía, nervioso, casi entre
balbuceos, que le firmara en la página que yo eligiese. Imagino que estas son
las cosas que te pasan cuando tienes que firmar un libro que está completamente
en blanco.
El
mismo blanco que me inundaba sin descanso, día y noche, hace tan solo unos
meses. El pequeño pueblo costero, olvidado en un extremo de la isla, era blanco
desde la primera piedra hasta la última. El pueblo en la isla en el que había
decidido escribir mi segunda novela. Durante el día, los grupúsculos de casas
bajas, todas ellas blancas, se amontonaban a mi alrededor sin dejar casi
espacio entre sí. Y, por las noches, el blanco del papel aumentaba de tamaño delante
de mí hasta acabar por ocupar todo el espacio de la mesa.
El
éxito de mi primera novela había pillado a todos por sorpresa. Pero, sobre
todo, a mí. Escrito sin expectativas, en ratos libres y sin apenas revisión,
‘Artimañas para tolerar el pánico’ recibió unánimes alabanzas de crítica y
público, y terminó por entrar en la lista de los diez libros más vendidos de la
temporada. Pero los tres años de silencio que siguieron empezaron a impacientar
a un editor dispuesto a aprovechar el filón de una estrella emergente. Mientras
tanto, yo había comenzado hasta cinco borradores de lo que debía ser mi nuevo
libro, y todos ellos habían encontrado en la papelera su destino final. Y
cansada de mi incapacidad, bloqueada por mi bloqueo, hice la maleta y alquilé
esa pequeña casa a miles de kilómetros de la mía, convencida de que un nuevo
entorno habría de hacer brotar las palabras que se resistían a salir de mí.
Para aislarme al máximo, llevé
conmigo lo imprescindible. Algo de ropa, mis utensilios de aseo personal, y
papel. Montones de papel en blanco. No quería estorbos ni distracciones. Ni
siquiera el móvil. Cada varios días, debía acercarme al único teléfono público
del pueblo y llamar a mi editor para informarle de mis avances. Pero tras las
primeras semanas, las llamadas comenzaron a ser más espaciadas en el tiempo. El
bloc de notas que todas las mañanas me llevaba a la playa acababa la mayoría de
las veces por no salir de la mochila, mientras yo perdía las horas lanzado
piedras contra el mar y viendo cómo rebotaban en el agua. Los paseos de la
tarde en busca de inspiración, entre los riscos de las calas más inaccesibles, perdían
su intención inicial en cuanto veía un cangrejo corretear por entre las
piedras, o se reducían a la observación de la subida de la marea y del sol
poniéndose por detrás del horizonte marino. Y el papel en blanco que me
esperaba de noche en la casa para ser colmado de palabras terminaba por
convertirse en improvisada almohada que daba cobijo a mi cansancio. Hasta que,
después de varias semanas sin ponerme en contacto con mi editor, una mañana me
acerqué hasta el centro del pueblo y marqué su número.
—No
tengo nada— le dije.
—Pero…
¿cómo no vas a tener nada? Es una de esas ‘artimañas’ tuyas, ¿verdad? ¡Adelántame
algo!… el título, aunque sea.
—Todo
lo que tengo que decir ya ha sido dicho antes y mejor.
Y
colgué.
—Es
un título maravilloso. Claro, un libro maravilloso ha de tener un título
maravilloso —Esta vez es una mujer de mediana edad, con una permanente teñida
de morado y acompañada de una niña—. Dedíqueselo a ella, por favor. Se llama
Victoria.
Yo solo sonrío y firmo. Sonrío
confiando en que eso sustituirá con algún tipo de solvencia a las palabras que prefiero
no decir. ‘Todo lo que tengo que decir ya ha sido dicho antes y mejor’ acaba de
salir a la venta esta misma semana, y ya es número uno. Las revistas
especializadas se deshacen en elogios. Aseguran haber encontrado la obra que
define una época, mientras debaten si encuadrarlo dentro de la sección de
ficción o del ensayo filosófico. Ayer recibí una propuesta de un centro de arte
moderno. Dicen querer exponer el texto original y, para ello, piensan situar
una vitrina vacía en el centro de una sala. Yo les he contestado que estaré
encantada de asistir a la inauguración… siempre que acepten la presencia de una
autora invisible.
sábado, 22 de abril de 2017
La vida en un instante (microrrelato)
Estuvo
a punto de ser atropellado por un coche, y toda su vida pasó ante sus ojos en
un instante. Al ver todo aquello, se lanzó de cabeza al siguiente coche que
pasaba.
En busca del infinito (microrrelato)
Había llenado estadios, pero
acabó harto de tocar las mismas canciones que su público le pedía una y otra
vez.
Más tarde probó la fórmula 1, pero abandonó después de conseguir su primer campeonato. De todos los circuitos, conocía de memoria cada trazado, cada recta, cada curva.
Después comenzó a escribir, y tras millonarias ventas y colas de gente esperando su firma, declaró sentirse limitado por un alfabeto de 27 letras.
Y el hombre que convertía en oro todo aquello que tocaba desapareció, cansado de repetirse.
No fue hasta años más tarde que fue encontrado, casi anciano, sentado en el banco del jardín de una residencia, con la mirada perdida. Al reconocerle, un hombre se acercó hasta él y, perplejo, le preguntó por una sonrisa que nunca antes había dibujado su rostro. "Mira ese árbol", contestó él. "¿Ves esa hoja que cuelga por encima de las demás? Mírala bien, porque nunca volverás a verla así. Nunca en esa misma posición. Nunca bañada por la misma luz". "No entiendo", contestó el visitante. "Es la realidad misma", agregó el anciano, "la que es infinita. En verdad, es lo único que lo es".
Más tarde probó la fórmula 1, pero abandonó después de conseguir su primer campeonato. De todos los circuitos, conocía de memoria cada trazado, cada recta, cada curva.
Después comenzó a escribir, y tras millonarias ventas y colas de gente esperando su firma, declaró sentirse limitado por un alfabeto de 27 letras.
Y el hombre que convertía en oro todo aquello que tocaba desapareció, cansado de repetirse.
No fue hasta años más tarde que fue encontrado, casi anciano, sentado en el banco del jardín de una residencia, con la mirada perdida. Al reconocerle, un hombre se acercó hasta él y, perplejo, le preguntó por una sonrisa que nunca antes había dibujado su rostro. "Mira ese árbol", contestó él. "¿Ves esa hoja que cuelga por encima de las demás? Mírala bien, porque nunca volverás a verla así. Nunca en esa misma posición. Nunca bañada por la misma luz". "No entiendo", contestó el visitante. "Es la realidad misma", agregó el anciano, "la que es infinita. En verdad, es lo único que lo es".
Despertó (microrrelato)
Había
vivido en tal plenitud teniendo nada, haciendo nada, siendo nadie, que no había
sido consciente de ello. Pero una noche se soñó a sí mismo siendo alguien. Y
despertó, y se propuso tenerlo todo. Hacerlo todo. Serlo todo. Y cuando quiso
ser consciente de lo que había logrado, ya había olvidado lo que era no tener,
lo que era no hacer, y lo que era no ser.
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