Angustias no había parado de
acariciar su abrigo nuevo en toda la mañana. Desde que había abierto la puerta
de casa para bajar las escaleras del edificio, esperando luego en la acera a
que llegara el taxi, y sentada en el asiento trasero del viejo Seat que les
había llevado, a ella y a Pedro, su marido, hasta el cementerio. Pasaba su mano
por él una y otra vez y se maravillaba con el brillo de las pieles recién
estrenadas y la suavidad de su tacto.
Esa misma mañana, a
primera hora, un mensajero había subido los cuatro pisos hasta su casa con una
caja casi de su tamaño y, mientras ella firmaba el recibo, el mozo le aseguraba
que su marido debía de quererla mucho.
—Vamos, ábrelo, no te
quedes ahí parada— Pedro había despedido al mensajero con una generosa propina
y retaba a Angustias en el estrecho pasillo de la entrada. La mujer, paralizada
por la alegría nerviosa, no acertaba siquiera a meter los brazos por las mangas
del abrigo— Míralo, parece hecho a tu medida.
Y a la vez, Angustias se
sentía un poco culpable por estrenarlo aquel preciso día. Tantas y tantas veces
habían soñado despiertas Marta y ella con lo que sería llevar sobre sus hombros
una prenda así, y ahora su mejor amiga se quedaba sin verlo hecho realidad. Una
apoplejía súbita, le habían dicho los dos enfermeros que había llegado en
ambulancia y habían subido hasta el cuarto piso maldiciendo por la falta de
ascensor. Ahora, mientras observaba cómo el sacerdote recitaba las últimas
oraciones sobre el féretro en el que descansaba su vecina de toda la vida,
Angustias se intentaba convencer de que debían de ser cosas del destino.
Como la mayoría del
séquito fúnebre allí reunido estaba formado por familiares y allegados que
ellos apenas conocían, Angustias y Pedro habían terminado por retroceder unos
pasos y observar la escena desde un segundo plano, casi ocultos tras un ciprés.
Ella hubiera preferido estar cerca de Marta en su despedida, como siempre lo
habían estado, en el rellano de la escalera, en todos aquellos ratos en los que
era preciso tener a alguien que te escuchara y la programación en televisión no
lograba atraer la atención de una dedicada ama de casa .Pero Pedro, un hombre
prudente y reservado, no quería llamar la atención con la ostentación de aquel
lujo de pieles delante del duelo de la familia.
Angustias se agarraba del
brazo de su marido y se preguntaba si no era tanto el respeto lo que les hacía
permanecer alejados de la escena principal como el poco aprecio que su marido
había manifestado siempre por Marta. Una chismosa que no tenía más pretensión
que hurgar en las vergüenzas ajenas, comentaba él siempre entre refunfuños cada
vez que Angustias cerraba la puerta de casa tras de sí. Qué sabía él de
amistades, siempre sólo y taciturno. Total, no hacían daño a nadie, y aquellos comentarios
no eran más que una prueba de la confianza y la intimidad entre ambas. El frío
de enero hacía sacar el vaho de las bocas en el raso del cementerio, y a pesar
de que Angustias sentía el calor orgulloso de las pieles arropándola hasta casi
las rodillas, la congoja por la marcha de su amiga hacía que le temblaran las
piernas.
—Cada día estás más gorda.— Las
palabras llegaron a Angustias débiles, casi imperceptibles entre el soplo del
viento, apenas rompiendo el silencio a su alrededor. Se soltó del brazo de
Pedro por un instante y le miró, esperando una respuesta. Pero su marido
permanecía impávido, con la mirada al frente y el gesto hermético.
En ese momento, cuatro hombres con
mono se inclinaron ante el ataúd de Marta para cargarlo hasta el nicho que se
abría en la pared. Entre la familia unos sacaban los pañuelos para secar las
mejillas y otros se decían frases hechas acompañadas de palmaditas en la
espalda.
—Ni siquiera hoy has sido capaz de
peinarte decentemente.— Esta vez las palabras fueron más claras, tajantes, y
Angustias no dudó en reconocer la voz de Marta. No parecían venir de ninguna
dirección concreta y, a la vez, la rodeaban por completo.
—¿Has oído eso?— Angustias no puedo
reprimir la pregunta.
—¿Qué es lo que tengo que oír?— Pedro
le contestaba sin girar la cabeza, pero en su respuesta parecía dibujarse una
leve sonrisa.
Los hombres habían acabado de introducir
el féretro en el nicho y se disponían a tapar el agujero con un montón de
ladrillos cuando un trueno sonó en la distancia. La comitiva desvió su mirada
hacia el cielo al unísono, donde los nubarrones empezaban a acercarse hacia el
cementerio.
—A ver ahora quién va a aguantar tus
lloriqueos de reumática.— Angustias volvió a separarse de su marido y se giró a
ambos lados. De algún sitio, allí, por debajo de su cuello llegaba otra vez
inconfundible la voz de su vecina. Pedro observaba el cielo, como el resto de
la gente, y sacaba la mano de su abrigo para extenderla buscando alguna gota. No
podía ser que no hubiera oído nada. Angustias vio entonces cómo el nicho de
Marta se acaba de cerrar por completo y sintió un escalofrío. Tienen que ser
los nervios, se dijo. Eso es. La culpabilidad por ponerme hoy el abrigo me está
haciendo escuchar cosas que no existen.
—¿Estás bien, cariño?— Pedro volvió a
acercarse a ella y la rodeó con el brazo.
Angustias, paralizada, se debatía
entre el miedo por las voces en su cabeza y la repentina necesidad de acercarse
hasta el nicho, destapar aquella pared y ponerse de rodillas ante Marta para
pedir perdón por su arrogancia.
—Es mejor que nos vayamos ya, está
empezando a llover— Pedro hizo una última mueca al cielo y tiró de Angustias
hacia atrás.
Uno de los hombres acabó de dar una
paletada de yeso sobre el nicho y los últimos familiares depositaron un ramo de
flores ante él.
—No, espera— dijo Angustias —¿por qué
ya?
—Me han advertido de que la piel de
marta se estropea con el agua— respondió su marido, que acariciaba el brazo de
Angustias desde el hombro hasta la muñeca sin poder ocultar un gesto de
satisfacción.