El rugido
metálico de la lata al abrirse me trae de vuelta sensaciones perdidas desde
hace casi una semana. La sostengo en la mano, fría, y antes incluso de acercar
mis labios a ella noto que se me calma el pulso. Que respirar, incluso, parece
una tarea más sencilla. Después de probar diferentes distancias decido que es a
unos dos metros de la pared como mejor perspectiva tengo, sin llegar a perder
ningún detalle. A las tres de la mañana no hay apenas ruidos de la calle que
puedan distraerme y, aunque el naranja de las farolas entra de lleno en el
salón, enciendo la lamparita de la mesilla, dirigida directamente a la pared,
creando una especie de proyector de cine.
La primera vez, en la habitación, al lado de la cama. Me desperté,
encendí la luz del flexo y lo vi ahí, jugando en el suelo con el paquete de
tabaco. Tratando de llamar mi atención. Lo primero que pensé es que quizá estaría
a punto de amanecer, pero el reloj marcaba poco más de las doce. No llevaba
durmiendo ni una hora, y lo único que necesitaba era dormir de un tirón. De una
maldita vez.
La cerveza nunca ha sido mi primera elección pero, con la nevera vacía, y
después de haber vaciado todas las botellas por el váter por tercera vez en un
mes, es lo único que puedo conseguir de uno de los vendedores clandestinos apostados
en las esquinas del centro de la ciudad. Un pack de seis latas. A tres veces su
precio real. Podrían haberme pedido el doble de eso.
La segunda vez ya había cerrado la puerta de la habitación, después de
echarlo de una patada. A punto de conciliar el sueño de nuevo. Y entonces llega
desde el baño. Ras-ras. Otra vez. Ras-ras. Media vuelta en la almohada.
Ras-ras. Respirar hondo, todo lo que me permitía la presión en el pecho. Pero
ya no había manera. En pie otra vez, mientras notaba el sudor acumularse en el
borde de la frente. Ahí estaba el muy cabrón, haciendo pedazos el rollo de
papel higiénico. Un grito. Agazapado, me mira a los ojos. Congelado por el
miedo. Sabía que se la estaba jugando, y no se atrevía a moverse.
Tres sorbos seguidos y la lata está casi vacía. Mi cuerpo se relaja un
poco en el sillón. Los músculos vuelven a sentirse flexibles. Ya no son sólo
mis ojos, estas dos bolas instaladas a cada lado de mi cara, sino mi claridad
mental restaurada, la que me permiten observar el cuadro frente a mí. Me
acomodo un poco más en el cuero gastado y roído del sillón negro. Y sonrío.
Siento la espuma calar un poco por encima del labio superior, casi hasta el
bigote. El blanco de la pared ha quedado salpicado de una amalgama de grises, negros,
y rojos. Sobre todo rojos. Una extensión irregular de diferentes texturas, más
líquida hacia abajo y a la izquierda, más viscosa por el centro y un poco
deslavazada en la derecha. Una composición casi perfecta. Me levanto a por otra
lata.
La tercera vez ya sabía que volvería a ocurrir. Que no podría dormir más.
Boca abajo en la cama, intentando controlar los temblores, esperando el momento
en el que tenga que volver a levantarme. La mano me ardía por unos azotes
infringidos con la mayor rabia posible. Encerrado en el pequeño cuarto, en el
de la comida y la arena. Y allí vuelve a hacerlo. Un pequeño golpe contra la
pared. Clok. Unos segundos después, otro más. Clok. Un golpe y algo que rueda
por el suelo. Me cago en tu puta madre. Te vas a enterar.
Con la siguiente lata empiezo a reconocer formas concretas. Hay algo en
los bultos de gris sebáceo que recuerda a las nubes previas a una tormenta. Su
pausado movimiento parece, en efecto, llevado por un viento premonitorio. Me
pregunto si no estoy creando una nueva forma de arte. Los chorros purpúreos
diseminados aquí y allá son aspas de un molino que giran al son de la tarde. La
sangre acude a mis ojos como un manantial y apenas puedo mantenerme sentado.
Sin darme cuenta, empiezo a canturrear algo en voz baja.
Con una mano lo agarraba del pescuezo, apretando fuerte, sintiendo mis
dedos casi tocar unos con otros por debajo de su piel. Con la otra abría el
armario del trastero. El de las herramientas. Y de ahí al salón. Un martillo,
dos clavos, y una criatura que no paraba de maullar y revolverse. Pero sin
escapatoria. Demasiado tarde. El primer golpe desataba un alarido que quebraba
el silencio de la noche. Ya no había vuelta atrás. Meaaaawwww. Otro golpe. Otro.
Uno más. Y ya, después, el silencio.
La última lata descansa estrujada a mis pies. Unas gotas se escapan de
ella formando un pequeño charco amarillo. ¿Soy yo, o esas formas abstractas en
la pared comienzan a hablarme? Pestañeo varias veces, con esfuerzo, me cuesta mantener
la vista. Y empiezo a identificar realidades que me son demasiado conocidas. Esos
ojos que aún parecen tener vida me miran asustados. Suplicando clemencia, como
los otros ojos que vi marcharse de esta casa tras un portazo. Un eructo que
amenaza vómito sale de mi boca. Me levanto. Me acerco, y me fijo en las uñas.
Unas uñas afiladas, desplegadas en toda su extensión, buscando un resquicio al
que agarrarse. Como tantas noches, promesas de última ebriedad, aferrado a una
almohada que todo lo sabe, clavándome en su consuelo y su esperanza de lino. Me
fallan las piernas. Apoyo un poco las manos sobre la pared, y mis dedos tocan
la sangre. Sangre aún caliente que ha abandonado a su cuerpo a borbotones. Como
la mía propia, día tras día diluida un poco más en su propio veneno y antídoto,
pidiendo a gritos ser restañada. Y entonces me doy cuenta. Lo que está ante mi
no es un cuadro, sino un mapa. El mapa de mi propia vida, a escala desfigurada.
Trazando círculos concéntricos en un recorrido incierto, a través de unas
coordenadas que no elegí, y llevándome, de la mano, a un destino que hace demasiado
ya escapó a mi control.