Desde el
principio me había auto impuesto una norma. No repetir nunca con la misma
persona. Pero ayer por la mañana, después de haber vuelto a enredar otra vez
mis dedos en sus rizos, y cuando apenas nos estábamos despidiendo del desorden
de sábanas que nos daban los buenos días, supe que había de traicionar mi
promesa.
Durante los casi tres años en los que me había dedicado a robar citas,
había aprendido que el primer y más importante de los requisitos era ser
paciente. Por supuesto, había que dejar de lado los escrúpulos, la vergüenza y
cualquier tipo de prejuicios o preferencias sobre si te gustaría que fuera más
alta, más baja, más rubia, más morena, más gorda o más delgada. Y había que estar
listo para cualquier reacción, para cualquier respuesta que pudiera hacerte
sentir como un loco o como un pervertido.
Claro que siempre había signos
inequívocos que me facilitaban la labor. Cuando las miradas al reloj comenzaban
a repetirse, sabía que el éxito podía empezar a estar un poco más cerca. Desde
entonces, de una media hora a unos tres cuartos era más que suficiente. Si
esperaba más corría el riesgo de que ella desistiera de la espera y, una vez
iniciada la retirada, ya no había nada que hacer. Tampoco era aconsejable
esperar menos, porque entonces sus esperanzas se mantenían aún vivas y no habría
lugar para mi intromisión. Había que medir muy bien los tiempos.
“¿Esperas a alguien?”. Y después
la empatía. Muy deprisa, antes de que su extrañamiento le diera tiempo a
reaccionar, tenía que subir ese pequeño peldaño de confianza haciendo ver que
mi supuesta cita tenía, también, aspecto de correr la misma suerte. A partir de
ahí la
reacción era imprevisible, pero a menudo la decepción de un plantón se había
transformado ya en la excitación de una nueva cita a manos de un agradable
extraño. Algunas, por supuesto, llegaron más lejos que otras.
Pero con ella. Con ella, sin embargo, pensé que no tendría ninguna
posibilidad. Llevaba un buen rato fijándome en su vestido negro, en cómo la
tela iba y venía contra su cuerpo siguiendo los antojos de un viento
caprichoso. Observaba sus labios carnudos, sus rizos enseñando ahora sus
hombros y ocultándolos después, y por primera vez dejé de ser el dueño de mi
propio juego. Deseaba que apareciera algún indicio de que podía acercarme, deseaba
ver cómo la desilusión borraba aquella sonrisa para así yo poder hacerla
aparecer de nuevo. Pero la había visto hablar por teléfono varias veces y eso,
en mi idioma particular, significaba que la espera era tan sólo más larga de lo
normal. Sentí envidia, rabia, sentí el deseo novedoso de ser yo el que estaba
por llegar, y no el bufón del oportunismo que acechaba la carroña.
Cuando al fin decidí acercarme, más llevado por la inercia de la
costumbre que por el convencimiento, obtuve una respuesta que no habría
esperado nunca: "Te esperaba a ti". Y de inmediato, cogidos de la
mano, nos fuimos a una noche en la que la conversación se desveló más fluida
que de costumbre, las risas, las miradas y los guiños borraron poco a poco
nuestra condición de extraños, y el sabor de la cena, del vino y de todo lo que
la velada quiso darnos no tuvieron el regusto de la travesura accidental. Sus
labios volvieron a abrirse una última vez mientras terminaba de abrocharme la
camisa. “Mañana a la misma hora en el mismo sitio”.
La temperatura ha bajado mucho hoy, y esta chaqueta con la que salí de
casa apenas tiene un mínimo de cuello que intento subir lo más posible para poner mi cara un poco a resguardo del viento. Hace más de media hora que
apenas veo a nadie acercarse, pero no me atrevo a sentarme por no perder mi
posición de vigilancia. Sé que cualquier momento de guardia baja podría ser
fatal. Esta tarde noté el pulso avivarse cuando vi aparecer un vestido negro
por detrás de una esquina, pero unos pasos después revelaron que su dueña era
rubia. ¿Rubia? De tantas caras que veo pasar he olvidado cómo es la que busco.
Y sin embargo, sé que no puedo moverme de aquí, que vendrá en cualquier
momento. Que aparecerá, con la misma sonrisa de ayer, del otro día, de aquel
día, vendrá hasta mí y me dirá: "¿Esperas a alguien?".