Un día en el supermercado vio que
querían cobrarle de más y, con un simple gesto, sin una palabra, hizo que el
cajero marcase el precio correcto. Al llegar a casa, se dio cuenta de que
también podía reñir a su niño sin decirle nada. Con el gesto adecuado. Con la
mirada justa. Poco a poco empezó a dejar de hablar, y terminó expresándose
únicamente a base de gestos. A su mujer le pareció interesante. Intrigante. A
sus amigos, a sus compañeros de trabajo, también. Y comenzaron a imitarlo. A
practicar delante del espejo. Tres generaciones después, el lenguaje había
desaparecido, y la humanidad entera se comunicaba moviendo músculos en la cara.