Ganador del primer premio de relato en el XXXVIII Certamen Literario "Manuel José Quintana", UP Cabeza del Buey.
—¿Me
lo puede firmar en la página veinticuatro? Es mi número favorito, ¿sabe? De
siempre.
Otra
firma personalizada más. He perdido la cuenta de las que llevo ya. Antes de que
la próxima persona se plante ante mí, estiro un poco el cuello e intento ver
hasta dónde llega la cola, pero mi visión se ve interrumpida por la columna que
separa la sección de literatura de la de menaje del hogar. Por lo que parece,
la fila de gente se extiende más allá todavía. Me pregunto cuántas peticiones más
me esperan hoy. Hace un rato un hombre me pedía, nervioso, casi entre
balbuceos, que le firmara en la página que yo eligiese. Imagino que estas son
las cosas que te pasan cuando tienes que firmar un libro que está completamente
en blanco.
El
mismo blanco que me inundaba sin descanso, día y noche, hace tan solo unos
meses. El pequeño pueblo costero, olvidado en un extremo de la isla, era blanco
desde la primera piedra hasta la última. El pueblo en la isla en el que había
decidido escribir mi segunda novela. Durante el día, los grupúsculos de casas
bajas, todas ellas blancas, se amontonaban a mi alrededor sin dejar casi
espacio entre sí. Y, por las noches, el blanco del papel aumentaba de tamaño delante
de mí hasta acabar por ocupar todo el espacio de la mesa.
El
éxito de mi primera novela había pillado a todos por sorpresa. Pero, sobre
todo, a mí. Escrito sin expectativas, en ratos libres y sin apenas revisión,
‘Artimañas para tolerar el pánico’ recibió unánimes alabanzas de crítica y
público, y terminó por entrar en la lista de los diez libros más vendidos de la
temporada. Pero los tres años de silencio que siguieron empezaron a impacientar
a un editor dispuesto a aprovechar el filón de una estrella emergente. Mientras
tanto, yo había comenzado hasta cinco borradores de lo que debía ser mi nuevo
libro, y todos ellos habían encontrado en la papelera su destino final. Y
cansada de mi incapacidad, bloqueada por mi bloqueo, hice la maleta y alquilé
esa pequeña casa a miles de kilómetros de la mía, convencida de que un nuevo
entorno habría de hacer brotar las palabras que se resistían a salir de mí.
Para aislarme al máximo, llevé
conmigo lo imprescindible. Algo de ropa, mis utensilios de aseo personal, y
papel. Montones de papel en blanco. No quería estorbos ni distracciones. Ni
siquiera el móvil. Cada varios días, debía acercarme al único teléfono público
del pueblo y llamar a mi editor para informarle de mis avances. Pero tras las
primeras semanas, las llamadas comenzaron a ser más espaciadas en el tiempo. El
bloc de notas que todas las mañanas me llevaba a la playa acababa la mayoría de
las veces por no salir de la mochila, mientras yo perdía las horas lanzado
piedras contra el mar y viendo cómo rebotaban en el agua. Los paseos de la
tarde en busca de inspiración, entre los riscos de las calas más inaccesibles, perdían
su intención inicial en cuanto veía un cangrejo corretear por entre las
piedras, o se reducían a la observación de la subida de la marea y del sol
poniéndose por detrás del horizonte marino. Y el papel en blanco que me
esperaba de noche en la casa para ser colmado de palabras terminaba por
convertirse en improvisada almohada que daba cobijo a mi cansancio. Hasta que,
después de varias semanas sin ponerme en contacto con mi editor, una mañana me
acerqué hasta el centro del pueblo y marqué su número.
—No
tengo nada— le dije.
—Pero…
¿cómo no vas a tener nada? Es una de esas ‘artimañas’ tuyas, ¿verdad? ¡Adelántame
algo!… el título, aunque sea.
—Todo
lo que tengo que decir ya ha sido dicho antes y mejor.
Y
colgué.
—Es
un título maravilloso. Claro, un libro maravilloso ha de tener un título
maravilloso —Esta vez es una mujer de mediana edad, con una permanente teñida
de morado y acompañada de una niña—. Dedíqueselo a ella, por favor. Se llama
Victoria.
Yo solo sonrío y firmo. Sonrío
confiando en que eso sustituirá con algún tipo de solvencia a las palabras que prefiero
no decir. ‘Todo lo que tengo que decir ya ha sido dicho antes y mejor’ acaba de
salir a la venta esta misma semana, y ya es número uno. Las revistas
especializadas se deshacen en elogios. Aseguran haber encontrado la obra que
define una época, mientras debaten si encuadrarlo dentro de la sección de
ficción o del ensayo filosófico. Ayer recibí una propuesta de un centro de arte
moderno. Dicen querer exponer el texto original y, para ello, piensan situar
una vitrina vacía en el centro de una sala. Yo les he contestado que estaré
encantada de asistir a la inauguración… siempre que acepten la presencia de una
autora invisible.