Conoces a alguien. Da igual dónde, y casi seguramente también cómo. Sin
apenas tiempo para la reacción se produce una conexión. Conectáis. De la
nada ha aparecido un vínculo entre dos personas, en parte atracción, en
parte simpatía y quizá también en parte afinidad. Pero sobre todo
atracción. Y esa atracción se va retroalimentando, el uno del otro. En
las palabras, en las miradas y en las caricias. Dos discursos que buscan
mezclarse para convertirse en uno. Dos posiciones separadas que
intentan ofrecer aquello que más se acerque a lo que la otra espera. En
buen número de ocasiones las dos partes acordarán dar un nombre a todo
el proceso. Basta con cuatro letras, amor, le dirá una voz temblorosa a
un oído expectante. Y ese oído acabara haciéndose a esa voz. Le será
conocida. Le tranquilizara. Le animara. Hasta llegará a creer que es
parte de él. Que le pertenece. Y será entonces, inocente buceador en
aguas de cuatro letras, cuando olvide el origen de la voz. Un minucioso
sesgo del otro yo, una cara de un poliedro doctorada en relaciones
públicas que cumplió perfectamente con su misión. Pero hay más caras.
Así que el oído empezará a oír otras voces. Casi imperceptibles al
principio. Insignificantes. Pero imparables. Y poco a poco se irán
haciendo reconocibles algunas palabras. Luego conversaciones enteras. Y
será la misma voz la que hable. Pero será otra cara del poliedro la que
lo haga. La cara de los amigos, la cara de la familia, la cara del
trabajo, la cara que habla con un desconocido en nuestra ausencia.
Incluso la cara que está sola, la que no habla con nadie. Todos esos
lados irán haciendo su aparición. Unos más temprano, otros tardarán un
poco más. Y es posible que no nos gusten. Que la figura resultante no
tenga mucho parecido con la figura que nosotros conocíamos. Una figura
que casi creíamos nuestra, y de la cual sólo sabíamos una cara. Y
echaremos la culpa a esas cuatro letras. Las haremos responsables de
nuestra parcial ceguera. Nos proclamaremos víctimas de la trampa del
amor. Pero no nos dejemos engañar. No eludamos nuestra parte de culpa.
No ignoremos la mano que nos puso la cinta en los ojos, nuestra propia
mano. Porque... ¿acaso alguien tira un dado pensando que sólo existe la
cara que cae boca arriba?
Publicado en La Locomotora
http://lalocomotora.es/la-trampa-del-amor/
Ilustración de Marcus Carús
http://marcuscarus.com/