miércoles, 5 de marzo de 2008

La calle del Porvenir


Jaime trabajaba en un banco. Más concretamente, detrás de la ventanilla de un banco. Todos los días, de nueve a dos, atendía a decenas de personas que esperaban una larga cola para llegar hasta él. Transferencias, ingresos, consultas de saldo y hasta alguna que otra reclamación.

Todos los días, también, Jaime recorría el mismo camino hasta llegar a su banco. Salir de portal, girar a la derecha y caminar hasta el final de la calle del Fraile, dejando a un lado la panadería de al lado de su casa, la inmobiliaria, el siguiente portal, el bar de Antonio, la peluquería, el garaje, otro portal, la agencia de viajes, la pescadería, otro portal más y finalmente el estanco de la esquina. Después cruzaría el semáforo para entrar en el parque del Anhelo, el cual atravesaría por el paseo central hasta llegar al otro extremo, en la glorieta del Tedio, justo donde se encontraba su banco.

En los tres años que llevaba ya en esa sucursal, ni tan sólo un día se permitió la licencia de alterar tan ya arraigada tradición. Conocía uno a uno los adoquines que pisaba, y estos a su vez le acompañaban hasta su trabajo con una cálida familiaridad. Pero una mañana de febrero, al salir del banco, Jaime se encontró con una desagradable sorpresa. Unas obras municipales habían invadido el parque, y el tránsito al público estaba cerrado. Con un pequeño gesto de desaprobación, Jaime miró a ambos lados del parque, y decidió que lo rodearía por la calle del Porvenir, que quedaba justamente en su lado derecho.

Nada más entrar en ella se subió el cuello del abrigo, aunque no tenía frío y el sol brillaba con más fuerza de lo normal en esas fechas. Miraba a la gente por el rabillo del ojo, temeroso de que alguien pudiera reconocer al intruso en territorio ajeno. Decidió acelerar el paso, intentando que aquella calle se hiciese más corta. Uno a uno, los portales y escaparates pasaron de largo. Su vista indicaba al frente, pero un par de veces tuvo que ser esquivado por sendos peatones en dirección contraria. Y de repente, aunque él no había dado orden alguna a sus pies de que dejaran de moverse, se paró. Había visto algo. O algo le había visto a él, porque Jaime estaba seguro de que no se había fijado en nada que pudiera hacerle aminorar su ritmo. No había nadie a su lado en ese momento. Buscó con la cabeza a derecha e izquierda, y al fin lo encontró. Unos pasos más atrás había una tienda de deportes en la que no había reparado. Se acercó al escaparate, y al instante reconoció lo que le había hecho detener la marcha. Metidas en una urna de cristal, en el centro del escaparate, estaban unas zapatillas. Eran unas zapatillas deportivas, blancas con tiras rojas, pero había algo en ellas que las hacía diferentes al resto de zapatillas que Jaime había visto en su vida. Un extraño mecanismo, seguramente instalado en la suela, hacía que emitieran un destello de luz intermitente, de color ámbar verdoso, y que hacía que toda la urna se iluminase como por arte de magia.

Esa noche no pudo dormir. Mientras daba vueltas sobre sí mismo en la cama, la imagen de las zapatillas aparecía una y otra vez en su cabeza. Había estado cerca de una hora plantado frente al escaparte, mirándolas, y durante ese tiempo había olvidado por completo su obligatorio desvío, las obras del parque y a todas las personas que había atendido esa mañana. Pero el sueldo de un empleado de banco no daba para caprichos, y el precio de aquellas zapatillas era tan excesivo que sólo con recordarlo un sentimiento de culpa le recorría el cuerpo desde la cabeza a los pies.

Al día siguiente, como todas las mañanas, Jaime desayunó café con tostadas, se duchó, se vistió y se dirigió al banco reanudando su trayecto habitual. Pero por primera vez en tres años las tostadas se le habían quemado, había cruzado el semáforo en rojo y no le habían cuadrado las cuentas. Al salir del trabajo, justo antes de entrar en el parque del Anhelo, Jaime se detuvo. Miró a su derecha, en dirección a la calle del Porvenir, alzó la cabeza y respiró hondo. Justo en el momento en el que empezaba a girar todo su cuerpo en esa dirección, recordó que esa semana debía hacer el pago del alquiler de su piso. Bajó la cabeza de nuevo, tosió ligeramente y se dirigió de nuevo hacia el parque parta volver a su casa.

Desde ese día, cada vez que Jaime llegaba a la puerta del parque a la salida del trabajo no podía evitar unos segundos de duda mientras miraba a la calle del Porvenir. Pero un día se dio cuenta de que se acercaba el cumpleaños de su madre, al otro recordó que tenía la nevera casi vacía, al siguiente creyó más necesario arreglar la lavadora que llevaba semanas sonando como una carraca, otro más allá pensó en la factura del dentista al notar como le empezaba a doler una muela y otro después fue el seguro contra incendios que le habían ofrecido por teléfono el que le hizo entrar de nuevo en el parque.

Hasta que un día, pasadas unas semanas, Jaime volvió a encontrase en su encrucijada a la entrada del parque. Como de costumbre, se paró, y empezó a rebuscar en su mente. Pero no encontró nada. Había pagado todas las facturas, no había nada en su casa que se hubiera estropeado, no necesitaba hacer regalos a nadie, y su nevera estaba a rebosar. Siguió allí de pie, rascándose la cabeza y haciendo esfuerzos por recordar un gasto pendiente que se le hubiera olvidado. Y al fin, pasado un rato, se dio cuenta de que no había ninguno. Una sonrisa torcida se instaló en su cara, y antes de que le diera tiempo a arrepentirse, echó a correr a toda prisa por la calle del Porvenir. Las zapatillas serían suyas. Iba de un lado a otro de la acera, sorteando transeúntes que obstaculizaban su paso, y apenas pudiendo mantener la respiración. Justo antes de llegar a la tienda de deportes, aminoró el paso. Empezó a caminar tranquilamente, se ajustó la chaqueta e hizo un ademán de peinarse con la mano. Pero no pudo acabar el movimiento, ya que al girarse para poder verse en el reflejo del escaparate antes de entrar en la tienda, se dio cuenta de que la urna estaba vacía.

2 comentarios:

Raquel Márquez dijo...

Bienhallado! Ya te tengo en los links, a ver si empiezo a actualizar yo también...

Un besazo.

zruspa80 dijo...

Mu bien escrito, majosalao. Lo último que he leido yo es de Lovecraft y de un tal Gerald Durrell y a veces se hace un coñazo leer tanta descripción superdetallada y tanto niño muerto (a veces literalmente :D). A ver si te animas y escribes algo un poco más largo